El tránsito refleja a plenitud lo que somos como país; uno en el que cada uno hace lo que le dé la gana y un Estado (Policía de Tránsito, en este caso), que inaplica y desconoce sus propias reglas o las usa para beneficio propio cuando el policía o autoridad busca obtener alguna ventaja económica (léase coima).
Si no cumplimos las reglas más simples y claras, ¿cómo pretendemos acatar aquellas que requieren de un mayor análisis?
Ejemplos: el uso y abuso de las luces de emergencia significa que tenemos una suerte de “derecho” para estacionar donde sea; incluso con el policía delante (está más preocupado por su celular que en corregir la inconducta del infractor), hacer un giro a la izquierda desde el carril derecho, tomar pasajeros en el medio de la pista, peatones que cruzan las calles por donde les provoca o motociclistas que van zigzagueando por las calles.
Incumplimos sin rubor, normas tan sencillas pese a estar, literalmente, pintadas en las pistas o señaladas en carteles que hasta niños entienden. Lo peor es que cuando uno reclama al infractor por su mal accionar recibe a cambio un insulto o se arriesga a ser agredido. Fuente inagotable y extendida de miniconflictos sociales y de afirmación de resentimientos y desprecios.
¿Cómo pretendemos que un gobernante o congresista entienda que no debe “mochar” sueldos, que aprobar una norma determinada atenta contra la libertad de empresa o de las personas, que generar forados en los recursos públicos —Petroperú— va en desmedro de servicios esenciales para beneficio de la población?
Para cambiar, empecemos por respetar las normas más simples y de allí vamos por aquellas que requieren un mayor nivel de análisis y, si para ello, por ejemplo, debemos importar policías de tránsito (los nuestros son un desastre), pues hagámoslo. Peor no vamos a estar.
Simplifiquemos. Vamos de menos a más. Es un proceso largo, pero, como en todo, no existen atajos maravillosos. Empecemos por el tránsito.
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