Mañana, martes 10 de septiembre, cumplo cincuenta años y me los quiero reconocer uno a uno. Me autocondecoro con la medalla olímpica de “persona favorita en el mundo”, la recibo feliz y orgulloso de quien soy.
¿Unas palabritas para la prensa, señor Galdós, por este autorreconocimiento? Claro que sí: me amo, soy un tipo espectacular; más que eso, soy un humano de la puta madre.
Y, tal como Snoop Dogg lo hiciera cuando recibió su estrella en el Hollywood Walk of Fame, hago mías sus palabras, copiándolas y pegándolas: “Quiero agradecerme por creer en mí. Quiero agradecerme por hacer todo este gran trabajo. Quiero agradecerme por no tener días libres. Quiero agradecerme por nunca renunciar. Quiero agradecerme por siempre dar y tratar de dar más sin recibir. Quiero agradecerme por tratar de hacer el bien más que el mal. Quiero agradecerme por ser yo en todo momento” (Snoop Dogg).
Me agradezco haber tenido el coraje para irme a vivir a un cuartito en el Jr. Aguarico, en Breña, cuando se hizo insostenible la cosa en mi casa, ya quería mi independencia, no quería dar explicaciones de nada, de horarios, de entradas ni salidas. Dichoso momento en el que Carlos Manrique “Cheverengue” desapareció los ahorros de mi vieja y nos quedamos literalmente calatos.
¡Qué bueno fue ir a pedir ayuda a algunos familiares y más bueno aún fue que me dijeran que me las arreglara solo!, ¡¡gracias!! Muchas gracias por eso. Postular con el único objetivo de alcanzar una beca integral fue el combustible necesario para que así se diera.
Cómo me río ahora que me acuerdo de ese almuerzo familiar en casa de mi abuelo donde yo era el nieto sin futuro frente a los prospectos de ingenieros, abogados y doctores. Esa caminata a mi casa basureado por mi propia tribu fue gasolina de avión para mí.
Qué bueno que Sofía me choteara por pobre. “Me gustas mucho, pero eres misio, yo quiero salir con gente del Markham y tú eres de un no escolarizado”. ¡Gracias, Sofía!
Me agradezco por sobre todas las cosas no haber ejecutado mi plan maestro y ser un cincuagenario feliz.
Resulta que, ni bien recibí mis 30, estaba un poco aburrido de existir y se me ocurrió la genial idea de comprarme el libro “El completo manual del suicidio” de Wataro Tsurumi. Texto de 198 páginas en el que el autor describe nítidamente variadas formas de acabar con la vida.
Desde sobredosis, ahorcamiento, defenestración, envenenamiento por monóxido de carbono, ponerse una bolsa en la cabeza, zumbarse un balazo, etc., etc. El manual no emite ningún juicio de valor ni moral sobre la muerte, claro está. Lo que sí hace con total claridad es proveer información sobre el dolor, esfuerzo, letalidad del método y apariencia del cuerpo después del hecho.
El balazo en el cerebro introduciendo la pistola por mi boca me resultaba un poco complicado. Primero porque… ¿de dónde iba yo a conseguir un revólver? Y segundo porque ya me imaginaba las quejas de mi mamá por haberle dejado manchada la pared.
La bolsa en la cabeza, más conocida como sofocación por bolsa, donde por un proceso de gases tóxicos y compresión cervical uno termina enfriado, tampoco me parecía una buena opción. De solo imaginar la mueca con la que me despediría de este paraíso, se me quitaban las ganas.
Estuvieron en mi lista la de abrir las llaves del gas de la cocina, pero me dio remordimiento de no dejar el gas suficiente para el velorio y la imposibilidad de servir cafecito para los que fueran a darme el último adiós.
Así que, finalmente, opté por la sobredosis de pastillas y así llegué a juntar 200 unidades de rivotril de 2 mg., otro tanto de diazepam, clonzepam, neuryl, seroquel y dormonid. Mil pildoritas en total.
Estuvieron siempre allí, guardadas en mi clóset. Luego nació Valentina y mis demás hijos, y las escondí en un lugar inaccesible para ellos. La vida va y viene, pasa el tiempo con sus retos y nunca eché mano de los caramelitos para el más allá.
Oh casualidad, la semana pasada previa a mis 50 años de vida, haciendo una baja policía de cosas que nunca he usado y no usaré jamás, encontré en una caja de zapatillas las píldoras del adiós. Intactas, nuevecitas, todas con la fecha de vencimiento caducada.
De pronto, veo, como una película, mi vida rota en aquel entonces, mi tristeza gritándome “sácame de aquí”. Todo esto que hoy no me pertenece más ocurrió cuando Valentina no había nacido, Yolanda no estaba en mi mapa, Luca, Camile no eran ni siquiera un proyecto, y Marita, ella ya había hecho un pacto de almas conmigo, pero aún no lo sabíamos, menos mal.
Se habla mucho sobre el suicidio. El comentario más común es que es un acto de cobardes. No lo sé. No he profundizado ahí. También dicen que es porque quieres dejar de vivir y eso tampoco lo sé, porque, con las pocas personas con las que he conversado el tema (un grupo de apoyo monitoreado por un terapeuta), todos coincidimos en que queríamos seguir vivos, pero no en esas condiciones de dolor.
De ahí podría inferir que no te suicidas porque quieres dejar de vivir. Te suicidas porque quieres dejar de sentir dolor, ese hueco en el corazón, esa presión en el pecho que te quita el aire. La vida pierde color, la mente te juega una mala pasada y sientes tu universo como un dolor inmenso.
¿Y esas pastillas dónde están ahora? Viajando por los desagües de Lima. He tomado la caja, la he mirado, me he arrodillado ante ella, les he agradecido por haber estado ahí y sobre todo no haber hecho uso de ellas. He recordado algunas emociones de ese año 2004, he llorado un ratito, porque esas tristezas también soy, me constituyen y como dice la cantante española “Bebe”: “Después del humo negro hay que ser valiente y despertar y vivir como vive la gente, hay que ser valiente, yo tengo que volar”.
No quiero caer en la tentación de cerrar estas líneas diciéndote lo hermosa y retadora que es la vida, o que la vida es hoy, o cualquier cosa que invalide el certero dolor de quienes ya no quieran estar en este plano. Yo no los ignoro, los respeto; yo no los juzgo, los entiendo; yo no los acuso de cobardes, los acompaño y escucho. El dolor extremo existe y es de una profundidad parecida al abismo Challenger, en la Fosa de las Marianas, en el océano Pacífico Occidental.
Sin embargo, lo que les puedo decir es que, si en lo más profundo de tu ser existe la mínima posibilidad de coger aire y respirar, hazlo. Lo que viene después de ese dolor siempre es mejor, aunque no lo creas.
Feliz cumpleaños a mí.
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