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Alforjas vacías y limpias
“Siempre, por instinto de conservación, cargamos con más de lo necesario. Pero para atravesar al futuro se necesitan alforjas vacías y limpias”.
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No había contado cuántas veces me había mudado. Son quince veces. De las dos primeras no tengo recuerdos porque era un bebé, aunque quedan algunas fotos borrosas de fines de los sesentas. Y son nueve desde que salí de la casa de mis padres. Así que mudarme no es para mí un evento traumático. O no lo era. Mis barrios han sido Risso, Pando, Maranga, Barranco, Santa Cruz y la Huaca Pucllana. En cada uno pude hacer amigos en la bodega, el kiosco o el chifa de la cuadra. Tejer ciertas complicidades con mis vecinos. Encontrar el parque donde estirar los huesos y la esquina donde tomar aire. Pero si me toca reconocer cuál está en mi corazón, debo decir que mi infancia fue feliz en Lince.
Hace pocas semanas nos mudamos. Antes había hecho mi tarea. Separé mis CD piratas para regalarlos. Seleccioné libros que doné a la biblioteca municipal. Distribuí entre mis familiares algunas prendas que ya no estaba usando. En fin, me sentí un sabio japonés, seleccionando las cosas necesarias mientras despedía con agradecimiento aquellas que ya no me hacen feliz. Sin embargo, cuando comenzamos a subir los bultos al camión de mudanza descubrí que tenía poco más de treinta cajas de libros, revistas, casetes, discos, afiches y archivos de todo tipo. ¡Parecía que no me había desprendido de nada! De pronto, me vi tan cachivachero como mi viejo y mis tíos. Pero se supone que ese no era yo.
Mudarse llama a establecer un vínculo con un entorno nuevo y, muy pronto, nos invita a un cambio interior. Estimulado por mi compañera, me propuse, no sin resistencia, hacer una revisión drástica de mis mochilas invisibles. No fue difícil: sus expresiones eran contundentes. Tenía una ruma de páginas amarillas y apolilladas. Registros contables anacrónicos. Cintas magnetofónicas tomadas por los hongos. Recortes de prensa ahora irrelevantes. Y mis viejas agendas habían perdido significado. Me descubrí cuidando celosamente tantos desperdicios.
Así que, una vez que superé esa resistencia interna, nada me detuvo hasta quedarme con un par de hermosas cajas. Esas que podrían revisar mis hijos cuando muera. Esas que abriré en un par de años para ventilar los agujeros de mi memoria. Algo he aprendido. Siempre, por instinto de conservación, cargamos con más de lo necesario. Pero para atravesar al futuro se necesitan alforjas vacías y limpias. Vamos, pues. Bienvenido, 2019.
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