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Al principio de la historia, Dios y Salomón parecen asesinos. El primero le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac y el segundo manda partir un niño para que cada una de las dos mujeres que lo reclaman se lleve su mitad. El fin de la historia se conoce. Cuando Abraham levantó el cuchillo le detuvo un ángel, Dios había visto que era obediente y por eso le amaba (Génesis: 22). Cuando Salomón cogió la espada, una de las mujeres desistió; prefería al chico en manos de la otra que muerto, así Salomón supo quién era la madre y le entregó al chico en disputa (Libro de los Reyes: 3). Al final Dios y Salomón son sabios. Pero su sabiduría tiene un matiz. Sus sentencias son absurdas, solo se dictan para explorar conductas, sabiendo que no habrá consecuencias nefastas, porque conservan el poder de detenerlas.
No pasa lo mismo en la vida real porque no podemos parar las consecuencias de nuestras decisiones. Eso debería obligarnos a ser muy responsables. Sin embargo, estamos llenos de decisiones absurdas. En medio de la epidemia, por ejemplo, el Ejecutivo ha comprado ivermectina a pastos, cuando ya se sabía que no servía contra el virus; el Congreso ha impulsado la ley que devuelve aportes a la ONP, cuando su valor ya fue gastado y la norma es inconstitucional; y fiscales y jueces se pelean por ser los protagonistas, mientras inocentes sin sentencia están presos y delincuentes reconfirmados andan libres, sin procesos ni condenas. Nada nuevo y, para explicar tanto desbarajuste, están la corrupción, el populismo o las pugnas de poder.
Pero ese desastre no se ha generado por eventos extraordinarios, ni por la conducta criminal ni por intereses de los grupos de poder. Se ha gestado por culpa nuestra, un poco cada día, por nuestro total desinterés en los asuntos públicos. Lo realmente absurdo es que ese desastre en cámara lenta no nos importó mientras la bonanza económica nos distraía.
No reclamamos con energía, nuestros derechos fueron violados y nuestros impuestos mal gastados. Tampoco importó fortalecer las entidades públicas que debían ejercer un primer control. Ahora, con una recesión galopante, nos vemos tal cual somos, un país todavía en borrador.
Ha ocurrido lo que pasa con las cosas abandonadas; cuando queremos recuperarlas, están con polvo, óxido y cuesta mucho que vuelvan a funcionar. Que en las elecciones de 2021 no nos preocupe tanto tanta mala oferta de candidatos, sino nuestra desidia. Que nos dé esperanza nuestro propio compromiso. Somos nosotros, nadie más, quienes construiremos un país de verdad.
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