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Tristes noticias de la fábrica de sueños
Lo único que me queda claro es que Hollywood, como un moderno Saturno, continua devorando a sus hijos.
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Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y LetrasEscritor
¿Por qué se suicidan los actores? Esto fue lo primero que pensé cuando me enteré de que Robin Williams se había ahorcado. Poco después me di cuenta de que la pregunta correcta debía ser: ¿por qué se suicida la gente? Y, mientras le daba vueltas al asunto, leí un pequeño suelto en un diario local donde se informaba que un suboficial de la Policía Nacional había acabado con su vida en presencia de su esposa y sus hijos. La víctima era reincidente, pues ya había intentado matarse en dos ocasiones, lo que me llevó a hacerme nuevas preguntas. ¿No recibía el tratamiento médico adecuado? ¿Le habría brindado su institución la ayuda necesaria para contrarrestar sus tendencias autodestructivas? ¿Era viable que una persona con esos antecedentes siguiera ejerciendo funciones que demandan el uso de armas?
Por supuesto, la tragedia del policía de Ate-Vitarte fue opacada por la insólita muerte del astro de Hollywood. Aparentemente, había un abismo entre ellos, pero el peso de la desdicha resultó igual para ambos. El suicidio de nuestro compatriota corroboró, por enésima vez, la existencia de un problema que no ha merecido la atención debida. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud Mental, un millón setecientos mil peruanos tienen síntomas de depresión, enfermedad que, como se sabe, puede derivar en el suicidio si no es combatida a tiempo. En cuanto al infortunado policía, según sus familiares, se había visto obligado a interrumpir su medicación por… ¡desabastecimiento del hospital de sanidad al que había acudido!
Desde luego, ese no fue el caso de Robin Williams, quien, en consonancia con sus ingentes recursos, contaba con la mejor asistencia médica del mundo. Es verdad que, desde hace muchos años, arrastraba una dependencia de cocaína y alcohol, pero también es cierto que había buscado auxilio profesional y que se había sometido a curas de desintoxicación y otras terapias. Mal que bien, se las había arreglado para capear sus padecimientos y había labrado una carrera muy exitosa (Oscar incluido) en la industria del cine. No era, pues, ninguno de esos parias o talentos ignorados que, incapaces de asimilar sus frustraciones, se refugian en los paraísos artificiales. Por el contrario, en un medio tan competitivo y despiadado como el de la fábrica de sueños, Robin Williams se mantenía vigente a sus 63 años y era muy querido por los espectadores.
No voy a especular sobre el trauma que acongojaba al actor y que lo impulsó a morir tan dramáticamente (un ahorcamiento es, a fin de cuentas, una puesta en escena macabra). Hace unos meses, su colega Philip Seymour Hoffman falleció a causa de una sobredosis de drogas, y, dos años atrás, el director Tony Scott detuvo su auto en mitad de un puente y se arrojó al mar. Por tanto, lo único que me queda claro es que Hollywood, como un moderno Saturno, continúa devorando a sus hijos.
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