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[Opinión] Joaquín Rey: La barbarie
“Durante mi maestría en Boston compartí departamento con Nickolay, un ucraniano que, a tono con los estereotipos sobre esa parte del mundo, era frío y con un ácido sentido del humor”.
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Ucrania es un lugar geográfica y culturalmente lejano, con el que nos cuesta relacionarnos e identificarnos. No obstante, las desgarradoras imágenes que llegan nos interpelan, nos duelen en nuestra común humanidad y nos hacen sentir insospechadamente cerca.
Mi relación con Ucrania es quizás más cercana de lo habitual para la mayoría de peruanos. Durante mi maestría en Boston compartí departamento con Nickolay, un ucraniano que, a tono con los estereotipos sobre esa parte del mundo, era frío y con un ácido sentido del humor. Aunque los latinos solemos tener una personalidad opuesta, terminamos siendo amigos entrañables. Desde entonces hemos mantenido el contacto e incluso Nick – como le decimos– viajó desde Kiev para mi matrimonio en Lima.
Un día después de que rompió el fuego tuve una breve respuesta suya de WhatsApp indicando que estaba en Kiev, recluido en su departamento con la ciudad tomada por militares y con pocas alternativas para salir de la capital. Luego de ello traté de mantener contacto, pero él no se conectó por más de dos días. Mi preocupación era honda. Finalmente, al tercer día tuve noticias de él. Había logrado salir de la ciudad y estaba en un lugar más seguro aún en Ucrania.
Luego me comentó que planeaba enviar a su familia –con una hija menor– al extranjero, pero que él permanecería en Ucrania pues le parecía lo correcto en este momento difícil para el país. Aunque conocía su enorme patriotismo, no me deja de sorprender su valor en estas circunstancias.
Para mi amigo, la guerra ha significado separarse de su familia, dejar su ciudad, perder su trabajo, e ir a dormir sin saber si mañana estará seguro. Aunque su tragedia es profunda, quizás es menor que la de muchos de sus compatriotas que han perdido seres queridos.
Es francamente insólito que en pleno siglo XXI motivaciones nacionalistas y étnicas lleven a una guerra que infligirá tanto dolor y muerte. Me surgen muchas preguntas sobre cómo hemos llegado a este punto. Pero por ahora solo deseo que mi buen amigo y su familia estén bien y puedan volver a sonreír pronto.
La magia del redoble
En una nota más alegre, la semana pasada estuve en el Concurso Nacional de Marinera en Trujillo, que este año regresaba después de la pandemia para celebrar su edición número 62. Mi afición por la música nacional me llevó al Coliseo Gran Chimú por primera vez hace 11 años, y desde entonces no he parado de reincidir. Una vez más, Trujillo me sorprendió con lo tremendamente rico que es el mundo de la marinera.
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Lo que se experimenta al escuchar a la banda de unos 30 músicos en este recinto repleto tiene algo de sobrenatural. Son cerca de 1,000 parejas las que ensayan durante meses para pasar una prueba que puede durar solo unos minutos, y lo hacen con una entrega y dedicación sobrecogedoras. Bailarines de distintas partes del país y de lugares tan remotos como Japón o China llegan en busca del título en este evento que ya ha cobrado una dimensión global.
Pero lo que vemos en Trujillo es solo la punta del iceberg. A lo largo de año se celebran decenas de concursos más pequeños en todo el Perú y el mundo, y el Club Libertad –entidad organizadora– cuenta con más de 20 filiales en América, Europa y Asia.
En un país donde hacen tanta falta elementos aglutinadores, que nos integren y nos brinden identidad común, la marinera, con la magia de su redoble, rompe barreras y nos permite, aunque sea por unos minutos, sentirnos más cercanos al margen de nuestras diferencias.
Sigamos cultivando este baile maravilloso. Y espero que en próximas ediciones el concurso nacional se vuelva a transmitir, como antes, por TV Perú. Una celebración de peruanidad de esta magnitud merece ser vista en todos los rincones del país.
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