Pocas veces nos hemos topado con un desempeño ministerial tan chapucero como el del titular del Interior, Juan José Santiváñez. En efecto, en solo un puñado de meses, su gestión —un desfile de impecables desatinos, desafortunadas declaraciones y resultados invisibles— ha dañado más al temple del país que a la delincuencia de todos los días. Sin embargo, la exigencia de su salida, aunque necesaria, nos enfrenta a un problema metafísico, casi existencial: ¿puede una persona abandonar un lugar en el que nunca ha estado?
Pese a todo, la idea de renunciar, de dejar el cargo, no asomaba en la mente de Santiváñez. Ni siquiera pensó en esa posibilidad la tarde en que lo llamaron de Palacio de Gobierno.
—Señor ministro —dijo la secretaria—, lo han citado para las 4 p.m.
—¿Quién? ¿La presidenta?
—La presidenta y el premier.
—¡Qué extraño!
En el camino, Santiváñez repasaba el contenido de un fólder membretado de la Policía Nacional. Luego —una costumbre que nunca admitiría en público— entraba a las redes sociales para, desde cuentas falsas, pelearse —sin polo y sin medida— con todos a quienes consideraba sus enemigos.
—¡Carajo! —dijo y su voz rebotó en los asientos de cuero—. Por las puras es. Así que acostúmbrense a mi cara.
A las 3:55 p.m., el vehículo oficial ingresó a Palacio de Gobierno por la puerta de Desamparados. Luego, Santiváñez se dirigió al despacho presidencial. Sin embargo, cuando pasó por las oficinas de la Presidencia del Consejo de Ministros, la secretaria de Gustavo Adrianzén lo atajó.
—Señor ministro, la presidenta no podrá atenderlo. La reunión será con el premier.
—¿Está segura de lo que me dice?
—Claro que sí —respondió, con un gesto de molestia y pensando que cómo se le puede ocurrir a ese señor que ella iba a estar inventando cosas.
Santiváñez entonces siguió los pasos de la secretaria hasta quedar depositado en la antesala. Por ratos, volvía a revisar las hojas del fólder y luego lo cerraba de golpe. Así estuvo durante toda la espera hasta que, por fin, le anunciaron que podía ingresar al despacho del premier. Tras un saludo distante, Santiváñez y Adrianzén se sentaron no en las sillas de siempre, ubicadas junto al escritorio, sino —a pedido de Adrianzén— en los extremos del sillón rectangular que utilizaba para las visitas.
—Mira, Juanjo, no hay una manera fácil de decirlo, así que te lo diré directamente.
—¿Qué pasa?
—Vas a tener que irte.
Los ojos de Santiváñez se empequeñecieron, como si hubieran encendido una luz ante él.
—Pero… no entiendo —dijo.
—Lo siento, la decisión está tomada.
—¿Te parece que es lo mejor?
—Sí, dadas las circunstancias es lo mejor para todos.
Santiváñez se puso de pie. Apretó sin querer el fólder contra su pecho. Dio un paso hacia adelante y estiró su brazo hacia Adriánzen. El premier hizo lo propio y se dieron un fuerte apretón de manos. Luego Santiváñez caminó hacia la puerta a paso lento, como si el cuero de sus zapatos se hubiera convertido en cemento. A mitad de trayecto, volteó y miró de nuevo al premier.
—¿Seguro, Gustavo?
—Seguro, Juanjo. Seguro.
Santiváñez volteó el rostro y retomó los pasos hacia la puerta. Una vez ahí, cogió la manija, pero no la giró. Entonces, giró sobre sí mismo hasta tener a la vista, otra vez, a Adrianzén. El premier lo observó con los ojos abiertos.
—Yo me voy —dijo Santiváñez—, pero, dime, ¿más o menos a qué hora regreso?
Adrianzén se pasó la mano por la frente, como si estuviera secándose unas gotas de sudor. En seguida dio un suspiro profundo.
—Juanjo, ven.
Santiváñez se apartó de la puerta. Luego, dio unos pasos y volvió a sentarse en el sillón. Adrianzén ya estaba sentado, esperándolo.
—Parece que no me has entendido —dijo Adrianzén.
—Es la verdad —admitió Santiváñez—. Primero me cita la presidenta y…
—Los dos te hemos citado.
—Sí, los dos, pero la presidenta no está. Y tu secretaria me dice que primero tengo que hablar contigo Yo te espero pacientemente. Y me vas a disculpar, pero claro que no entiendo por qué apenas entro a tu despacho, me dices que me vaya.
Adrianzén ha estado escuchando pacientemente todo lo dicho por Santiváñez.
—Mira, Juanjo. A ver si ahora sí nos entendemos.
—A ver —dijo Santiváñez con un tufillo de impaciencia.
—Cuando te pedí que te vayas no me refería a que te vayas de mi oficina.
—¿Ah no? ¿Entonces?
—Me refería a que te vayas del Ministerio del Interior.
Ni bien lanzó la frase, Adrianzén lo miró fijo, esperando su reacción.
—¿Quieres que me vaya del ministerio?
—Eso mismo.
Los ojos de Santiváñez se movían de un lado a otro en sus cuencas. Luego, se quedó viendo el suelo y, en seguida, volvió a levantar el rostro.
—Pero eso no tiene sentido.
—Entiendo que no estés de acuerdo, pero créeme que…
—¿Cómo me voy a ir del ministerio si yo estoy aquí?
En ese momento, Adrianzén se volvió a poner de pie.
—Juanjo.
—Dime.
—La presidenta y yo queremos que dejes de ser ministro.
Santiváñez también queda de pie, en un rápido movimiento.
—¿Con que de eso se trata?
—Sí, Juanjo.
—¿Me van a nombrar premier?
Adrianzén murmuró una procacidad. Enseguida, inclinó su cuerpo hacia adelante.
—¿O sea que quieres mi puesto?
—Pero, si ustedes me lo están ofreciendo.
En ese momento, de imprevisto, la secretaria irrumpió en el despacho. Como solía hacer, había estado escuchando detrás de la puerta desde que empezó la reunión.
—¡Oiga usted! —exclamó la secretaria clavando los ojos en Santiváñez—. ¡¿Qué no se da cuenta de que ya no lo quieren?! ¡¿Acaso no puede entender que lo están botando del Gobierno?!
El silencio apareció y se quedó por algunos largos segundos. En ese lapso, Adrianzén estuvo inmóvil, mientras Santiváñez asentía con la cabeza. En tanto, la secretaria respiraba rápido, como si hubiera acabado de terminar una carrera de 100 metros.
-Yo traje este fólder para la presidenta. Se lo haces llegar.
-Claro, Juanjo.
Santiváñez abandonó la oficina sin decir nada más. En el vehículo, de regreso al ministerio, miraba cada cierto tiempo su celular. Se preguntaba a qué hora se comunicarían con él, en qué momento lo llamarían arrepentidos para decirle: “Juanjo, olvídate, tú sigue en el cargo nomás”. Y es que tendrían que hacerlo cuando vean las fotos de Cerrón en el carro presidencial y las de su actual escondite. Sin embargo, ¿qué pasaría si no querían ceder? ¿Qué ocurriría, pues, si su plan no resulta? Después de todo, aquello no sería novedad, ya que —como el país entero sabe— de todos los planes que hizo desde que asumió el ministerio, ninguno funcionó. Ya pronto sabremos qué pasó. Mientras tanto, tengamos fe en la metafísica.
_
*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!