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Un virus latente y mortal
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No me refiero al COVID-19. La última Encuesta Mundial de Valores nos muestra un virus que nos viene matando silenciosamente: de los más de 50 países evaluados en el periodo 2000 a 2020, Perú lidera el ranking con la más baja confianza social. No confiamos ni en desconocidos, ni en nuestros propios amigos. Países de nuestra importancia cultural (India), de nuestro mismo tamaño económico (Portugal) o de cercanía geográfica (Colombia) están mejor que nosotros. Herencia colonial, guerras civiles, segregación, complejidad geográfica, terrorismo, hiperinflación, racismo son algunas de las probables explicaciones de nuestro paupérrimo nivel de confianza social.
Hay evidencia empírica de que la confianza es un factor determinante del desarrollo: genera más crecimiento, mejora educativa, mejor imperio de la ley, mayor productividad, mejor democracia. Restaurar la alicaída confianza es, quizás, la vacuna a nuestros mayores dramas. Pero desarrollarla no es ni simple ni rápido. Implica liderazgo, innovación y paciencia. Las autoridades pueden crear espacios educativos donde niños y adolescentes de distintos niveles socioeconómicos se unan como iguales para ser agentes de cambio de su comunidad. Los líderes empresariales y sociales pueden diseñar y participar en plataformas con propósitos trascendentes y con una deliberada alta diversidad de pensamiento, origen y vocación capaz de construir desde el diálogo y la unidad.
Estudios señalan que la felicidad es mejor explicada por buenas relaciones sociales que por el ingreso individual. La confianza social debe convertirse en nuestra obsesión, como lo ha sido el crecimiento económico por décadas. Eso implica que, además de empresarios, trabajadores y consumidores, seamos ciudadanos valientes y dedicados a tender puentes, orquestar cambios y restaurar la confianza social en nuestros entornos de influencia.
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