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La felicidad atonta
“Salir de esta caverna de Platón donde lo que no es el fútbol ni el Papa pasa de largo como una vulgar sombra, reflejo de nuestra ignorancia”.
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La serotonina generalizada por la cercanía del Perú al Mundial nos lleva a percibir negocios sucios como actividades normales. La reventa de entradas, por ejemplo. El Perú es uno de los países de Sudamérica en los que la reventa actúa con total libertad.
En Chile es una infracción al código tributario y se sanciona con multas de hasta 1,600 dólares. En Uruguay es una falta tipificada en el código penal y se castiga con el pago de hasta 3,100 dólares. En Ecuador es una actividad formal porque desde los 70 existe una asociación de revendedores legalmente inscrita, pero el Estado prohíbe que el sobreprecio de los boletos sea mayor al 20%. En estos días en los que todo es chévere, un conocido periodista de radio celebra que la gente esté haciendo “su negocito”, revendiendo las entradas del Perú-Colombia a más de 800 soles, una mafia con 200% de margen de ganancia que, de paso, no tributa. Normal pues, todo sea por apoyar a la selección.
Durante la semana religiosamente futbolera que acabamos de vivir, la selección peruana sub 16 fue a un mundial de surf en Japón que ocupó una esquinita de algunos diarios, pero nada más. Chibolos que madrugan para entrenar y que representan un deporte que (sí) suele darnos campeones mundiales. No tengo nada contra la pasión pelotera, lo que me parece pobrísimo es el monotema, la visión estrecha, más de lo mismo.
Y algo parecido ocurre con la euforia por (su santidad) el papa Francisco, el argentinito adorable que siempre tiene algo simpático que decirnos, pero nunca se la juega contra las atrocidades que se emprenden contra niños y otras minorías. Según el censo de 2007, el 81.3% de la población peruana se identificó como católica, el 12.5% como evangélica, el 3.3% como “otras” –testigos de Jehová, mormones, adventistas, budistas, islamistas, hinduistas y hare krishnas– y un valiente 2.9% afirmó no profesar ninguna religión. Es evidente que la mayoría es católica, pero también lo es que somos un Estado laico. Así, en medio de la última mechadera por el gabinete Zavala, lo que menos debió preocuparnos fue que el presidente no pudiera cumplir con su visita al Vaticano, porque si bien se trata de un asunto de masas, no es un tema oficial. Es más, parte de la revolución de la educación debería consistir en enseñar religiones y no “religión”. Darlas a conocer todas, sin prejuicio, sin miedo a lo distinto. Eso nos ayudaría a evolucionar. A salir de esta caverna de Platón donde lo que no es el fútbol ni el Papa pasa de largo como una vulgar sombra, reflejo de nuestra ignorancia.
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