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En 2012 tuve la suerte de ser invitada al Parque Nacional del Manu por los propios guardaparques y, dado que las fechas coincidían con mi cumpleaños, les pedí llevar a mi hija, que entonces tenía 7 años. Los guardaparques nos recibieron en la sede del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas de Cusco. Desde ahí partiríamos en una travesía de tres días hasta llegar a la selva virgen.
Antes de salir, nuestros anfitriones nos sorprendieron con un aperitivo irresistible: una flecha de un metro y medio de largo que, meses antes, le había perforado la espalda a Jesús Kime, guardaparques voluntario de la etnia harakmbut, en el puesto de vigilancia Pusanga. Jesús fue evacuado hasta un hospital de Cusco y durante el trayecto tuvo que dormir dos noches sentado en una banca, con la flecha atravesada. El puesto de vigilancia Pusanga tuvo que ser abandonado, tal como lo ordena el protocolo de los guardaparques cuando, sin saberlo, invaden una zona de no contactados.
Los no contactados son mashco piros y se internaron en el monte en la época de la explotación del caucho, fines del siglo 19 e inicios del 20, espantados por los abusos del “hombre blanco”. Todo eso le explicaron los guardaparques a mi hija, quien abrió los ojos asombrada, agarró la flecha con sus manos y nos dijo: Ya quiero llegar al Manu.
La extravagante escena era solo el inicio de una aventura inolvidable. La niña de 7 años conoció a Jesús Kime, constató la veracidad de la historia al ver su cicatriz, navegó entre cocodrilos, lobos de río, ronsocos, vio cientos de monos saltando de árbol en árbol, y preguntó una y otra vez si alcanzaríamos a cruzarnos con los no contactados, sin miedo. Absolutamente fuera de su zona de confort, comió galletas con atún, tomó agua de río hervida durante días y fue picada por avispas, pero no se quebró, porque quería seguir conociendo la selva. Tuvimos la suerte de ver una ceiba de más de 400 años, más de 50 metros de altura y más de diez metros de diámetro.
Una foto en la pared de su cuarto es la mejor prueba de esa experiencia: mamá e hija abrazadas a uno de los árboles más viejos, grandes y nobles del mundo. Nunca olvidaré que le hablamos a la ceiba y le agradecimos por existir y por darnos tanto. Hace dos semanas fue ella quien me dio la lamentable noticia: Ma, la Amazonía se está incendiando. Y aunque la impotencia es grande, estoy segura de que, mientras ella pueda, nunca va a permitir que nadie mate un árbol. Pero esa empatía, tan urgente, solo se logra con la experiencia. Nuestra gratitud es infinita.
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