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Vandalismo criminal
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Es triste que la semana del aniversario 488 de la fundación de Lima se cierre con el incendio de un edificio emblemático del Centro Histórico de la ciudad, que, como se sabe, la Unesco ha declarado como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Un confuso incidente producto de los enfrentamientos entre los violentistas y las fuerzas de seguridad que, además, ha dejado a una docena de familias en la calle.
Como ya se ha dicho, poner en riesgo o atentar contra la propiedad ajena no tiene nada que ver con la dignidad de una protesta –menos aun cuando ello implica atentar contra la integridad física de los ciudadanos, sean civiles o uniformados– y sí mucho que ver con los intereses de quienes pretenden debilitar nuestra democracia sembrando el caos.
Contra lo que vienen vociferando los azuzadores, Lima no es una ciudad privilegiada en supuesto contraste con el olvido en que están algunas provincias andinas del Perú. Lima, como demuestran todos los estudios, es una ciudad de provincianos que, de un modo u otro, ha sabido incorporar a ciudadanos provenientes de todo el territorio patrio.
Hablar de una “toma de Lima” por los provincianos es un contrasentido absoluto, una frase hecha que repiten los agitadores para encender ánimos revanchistas contra el centralismo, pues hace décadas que Lima ha sido tomada –pacíficamente– por los migrantes que aquí, en la capital, han podido desarrollar sus economías. Esta es un ciudad de “todas las sangres”, como decía Arguedas. Si no, pregunten a los damnificados que ha dejado el incendio: entre los que no son extranjeros, ¿cuántos de ellos son limeños y cuántos venidos de otros pueblos del interior del país?
Aparte del edificio Marcionelli y estructuras aledañas, los vándalos de la ultraizquierda han causado daños en el Centro Histórico que sobrepasan los 800 mil soles. Y hasta ayer habían dejado ya 89 toneladas de escombros a su paso.
Si bien las marchas comienzan ordenadamente en horas de la tarde, por la noche devienen turbas incendiarias buscando provocar a la Policía. Una destrucción de infraestructura privada y pública –es decir, perteneciente a todos los peruanos– que desnaturaliza por completo cualquier intención de protesta.
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