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La vanidad y la estupidez
“Los involucrados en el caso Lava Jato en el Perú no son delincuentes cualesquiera, fueron importantes autoridades”.
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A estas alturas del caso Lava Jato, queda claro que los fiscales del equipo especial, los policías de la Diviac, los procuradores y los jueces a cargo de la investigación y los procesos, no hicieron distinciones ni favorecieron a nadie.
A la gran mayoría de peruanos nos enorgullece la labor de estos profesionales y nos indigna y asquea el comportamiento de las autoridades que elegimos y en las que –un poco más, un poco menos– confiamos, aunque sea, por un momento.
Es la segunda vez en 20 años que vemos desfilar rumbo a prisión a políticos y funcionarios corruptos. Una variopinta hilera de deshonestos autoritarios y democráticos, de izquierda y de derecha, aventureros y profesionales de la política.
A inicios del siglo XXI, mientras la Fiscalía y el Poder Judicial denunciaban y procesaban a los fujimoristas y montesinistas que delinquieron en la última década del siglo XX, quienes los habían combatido y enfrentado acusándolos de abusivos y rateros, hicieron lo mismo que ellos: engañaron y robaron al Estado y al pueblo. Demostrando una vanidad infame, que los hizo creerse inalcanzables; y una estupidez contumaz, que les impidió comprender que las cosas en el Perú y en el mundo han cambiado, que todo se termina por saber y que ya ningún corrupto puede esconderse, ni siquiera detrás del poder (Ejecutivo o Legislativo) o de la muerte.
En todas partes se cuecen habas, pero en el Perú, solo se cuecen habas, solía decir el poeta César Moro. ¿Así seguirá siendo nuestro destino?
¿Bastará con apelar a los partidos políticos para que renueven sus cuadros y filtren a sus dirigentes? ¿Con convocar a los mejores ciudadanos para que participen, se agrupen y postulen?
¿Bastará con apelar a los partidos políticos para que renueven sus cuadros y filtren a sus dirigentes? ¿Con convocar a los mejores ciudadanos para que participen, se agrupen y postulen?
Si lo abordáramos desde el punto de vista de las responsabilidades, ¿quién tendría más por responder? Quien formó parte de la dirigencia de una organización política, quien creció en el ejercicio de la representación –Villarán fue presidenta de la Coordinadora de DD.HH., ministra de la Mujer, defensora de la Policía, alcaldesa; García fue constituyente, diputado, presidente del Perú dos veces–. O quien se aprovechó de una coyuntura y se trepó a la ola electoral a probar suerte.
Si las penas que sufrieron Alberto Fujimori, sus operadores del Servicio de Inteligencia, sus militares y sus funcionarios corruptos no sirvieron para escarmentar a sus sucesores, ¿no debería la justicia redoblar las condenas a quienes delinquen en el uso del poder? Los involucrados en el caso Lava Jato en el Perú no son delincuentes cualesquiera, fueron importantes autoridades; tienen, entonces, una doble responsabilidad porque en sus manos recayó el encargo de conducir el país, la ciudad, el Parlamento. Ellos debían dar el ejemplo y, por el contrario, le dieron la espalda al país.
¿En el año del bicentenario, los peruanos volveremos a equivocarnos con un aventurero como Fujimori, Toledo o Humala, o con un político profesional como Alan García o Susana Villarán?
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