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Si cree que estamos mal, agárrese, porque quizá nos vaya peor. Pero depende de nosotros evitar esa desgracia. Para ver qué tan fea está la cosa, miremos que en 100 años solo en cuatro oportunidades la economía peruana retrocedió una barbaridad. Fue en el desplome internacional de las bolsas de valores en 1929, en tiempos de los atentados de Sendero y el desastre de El Niño en 1982, en la hiperinflación en 1988 y, ahora, en la cuarentena del COVID en 2020. No importa, me dirá, somos duros, resilientes es la palabra de moda. Al final, como si fuera magia, siempre algo nos salva. Así ocurrió en la crisis financiera de los Estados Unidos en 2008. Esa vez, caímos 10 puntos porcentuales (el crecimiento pasó de 9.8% a -0.8% entre 2008 y 2009), pero el precio de los minerales nos recuperó y seguimos creciendo. Esa suerte ya no la tendremos. El pronóstico es que habrá recesión mundial y ya no venderemos tanto ni a precios altos. Estaremos bien para la foto, porque tenemos fortaleza financiera; somos el país con menor deuda en la región, la de moneda relativamente estable, casi sin devaluación, y con la menor inflación. Pero eso no da para comer. La inflación en alimentos es más del doble del promedio y la de energía más del triple. Agregue que no habrá inversión privada (por ruido político) ni pública (por falta de gerencia), así que tampoco habrá trabajo. Eso lo vamos a sentir en el día a día todos los peruanos y habrá malestar, mucho malestar. Fuente: proyecciones del Banco Central.
En política estamos peor. A una semana, las elecciones regionales nos importan poco. ¿Cómo llegamos a este desinterés? Echemos otra mirada larga. La Constitución de 1979 tenía una sola reforma política importante, la regionalización. Belaunde en 1984 y García en 1988 se la tomaron en serio. Hubo un plan con 12 regiones que pudo funcionar. Fujimori en 1992 la desactiva. La Constitución de 1993 la recupera y Toledo en 2002 la modifica, queriendo darle impulso. Pero se precipita y, sin estrategia alguna, pierde el esquema original. Para disfrazar el fiasco, a los antiguos departamentos se les viste de regiones, puro cambio de nombre. Sin ajuste alguno, García en 2006 les transfiere presupuestos, pero solo para pagar planillas y hacer obras. Así se hicieron pistas, veredas, coliseos y monumentos. A pesar de todo, en muchos lugares, esas obras eran la única posibilidad de generar empleo. Ese fue su mayor impacto, pero no sirvió para que las regiones debatieran qué políticas o qué servicios necesitaban. Cuando llega Humala en 2011, en lugar de recuperar la esencia de la regionalización, decide subsidiar desde Lima las necesidades populares. La regionalización, reducida a hacer obras, fue pasto de la corrupción y, marginada de las decisiones importantes, cayó en la informalidad de vivir al margen de un Estado que ya no es el de ellas. Fuente: trabajos sobre la descentralización del IEP.
Ya lo ve, el fracaso se ha ido gestando en el tiempo y todos somos responsables. Vimos cómo el deterioro avanzaba, pero no le dimos importancia. Si las cosas están fatales en economía y en política, es porque sembramos falta de compromiso. Pero a mediano plazo se puede remediar si desde ahora hacemos un pacto nacional para promover inversiones, aunque se deban reducir protecciones laborales excesivas, porque con más trabajo habrá menos pobreza. Y al mismo tiempo se debe promover la descentralización, aunque se deba ceder el control desde Lima porque esa democracia produce políticas públicas para todos y reduce conflictos. En lugar de tanto ruido político inútil, entendamos las emergencias, que nos obligan a escuchar a todos y nos enseñan a ceder y pactar, para encontrar soluciones. ¿Aprendemos?