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30 de septiembre: El naufragio constitucional
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Usted no ha visto a ningún político gaseado, detenido o vejado la noche del 30 de septiembre de 2019. La única agresión a un parlamentario que se hizo meme fue el cono en la cabeza de Carlos Tubino. Una muestra del desprestigio del Parlamento, en comparación con las memorables postales del 5 de abril de 1992 o de anteriores cierres del Congreso. Y el descrédito ha ido en bajada, a juzgar por el golpe al correligionario Ricardo Burga en noviembre de 2020. Pero también es una evidencia de que la derecha ya no tiene a zorros de la política como Felipe Osterling, Raúl Ferrero Costa o Roberto Ramírez del Villar, quienes dejaron estampas de su resistencia al golpe de Fujimori. ¿Por qué no vimos imágenes de Mauricio Mulder, Víctor Andrés García Belaunde u otro político experimentado enfrentándose a la Policía o encadenándose a las rejas de la Plaza Bolívar? ¿Por qué hoy, a cuatro años del cierre del Congreso, casi ningún diario ha recordado este episodio en sus páginas?
El único que se ha explayado sobre el tema es su principal protagonista, Martín Vizcarra. En entrevista con RPP, el expresidente afirmó que no se arrepiente y “lo volvería a hacer”. Además, en un acto fallido, confiesa que “jamás fue una medida improvisada”, lo que sugiere que lo tenía planeado con antelación, como Fujimori en 1992.
En pleno 2023, Vizcarra sigue cosechando réditos de su acto. En la otra orilla, su oposición no crea memoria. Cacarea que fue un golpe, pero no conmemora la efeméride. No la recuerda en vigilias, libros, muestras o puestas en escena. Aunque parezca superficial, la batalla por la memoria es tan importante como la legal. Se escribe a diario. Y el bando de Vizcarra la viene ganando largamente, gracias a todo el aparato cultural de la izquierda. Pero, sobre todo, gracias a la inacción de la derecha, que recién acaba de descubrir la ideología detrás del ecran. La narrativa —acaso la palabra de 2022— crea imaginarios y nociones que con el tiempo construyen nuestra realidad. Nadie lee la sentencia del Tribunal Constitucional, que encima avaló la disolución del Congreso. Ambos parlamentos dieron la confianza y aprobaron facultades. Y dicen no haber sido obstáculos en la agenda presidencial. Y en las encuestas, un 85% defendió la medida de 2019, según Ipsos. Una cifra cercana al 80% que dio Apoyo tras el golpe del 92.
La coyuntura, sin embargo, no era similar. En abril del 92 el país se desangraba en la peor etapa de su historia, entre el terrorismo y la inflación. En 2019, en cambio, había cierta estabilidad. Eran tiempos prepandémicos, de crecimiento económico y sin violencia en las calles. No había factores exógenos. La crisis de 2019 era básicamente política. La judicialización de la política arrasaba con los líderes tradicionales. Mientras los fiscales dominaban las portadas de los diarios y las encuestas de poder, las prisiones preventivas y las revelaciones del caso Lava Jato hicieron tierra arrasada. El campo estaba libre para que el espacio vacío se llene con el futuro perulibrismo que aún no era noticia. La gente estaba extenuada por un choque constante entre el Ejecutivo y el Legislativo. Este último, a diferencia del escenario de 1992, tenía una notoria y abrumadora mayoría: el partido fujimorista. El outsider Fujimori había creado un partido que, varios años después, ahora era parte del establishment, y representaba la política tradicional que el otrora outsider decía combatir. Otro ingeniero se encargó de cerrar ese Congreso con la misma retórica.
Vizcarra, hábilmente, había propuesto el adelanto de elecciones, en un gesto para la tribuna que, sabía, le daría réditos a futuro. El caso de Fujimori, en cambio, era el de una dictadura que empezaba, un autoritarismo casi dinástico que parecía llegar para quedarse quién sabe cuánto. Sin embargo, esta diferencia pudo ser distinta. En entrevista con RPP, en noviembre de 2020, Vizcarra ya deslizaba la idea de cambiar la Constitución. “No solo vamos a cambiar el concepto de inmunidad parlamentaria igual a impunidad parlamentaria. Tenemos que ir a otros tipos de cambios, cambios constitucionales. No sé por qué hay gente que tiene miedo de decir que se va y debe cambiarse la Constitución”, le dijo al periodista Jaime Chincha en Nada está dicho. Mirándose en el espejo de las protestas en Chile, Vizcarra sugirió incluso la posibilidad de una Asamblea Constituyente. Con la pandemia a cuestas, quién sabe cómo habría sido la futura Asamblea Constituyente de Vizcarra. Una vacancia se interpuso en ese camino contrafáctico.
Tras el 30 de septiembre, muchos temas quedaron flotando en el aire. El posible rol del demócrata Pedro Cateriano, quien por una entrevista en RPP se perdió la oportunidad de cerrar un Congreso fujimorista, quizás su deseo más anhelado. El rol explícito del hoy desaparecido Vicente Zeballos, por ejemplo, de quien casi no se habla. Su figura fue opacada por la de Salvador del Solar, a pesar de que fue Zeballos quien da la firma final de la disolución. Pero la narrativa simbólica se impuso y fue Del Solar quien empezó a despuntar en las encuestas, con invitación de Raúl Diez Canseco a Acción Popular incluida. También fue expectante el rol de Mercedes Aráoz, a quien la foto de Vizcarra con los militares le cortó las alas. Inexplicable fue la reacción de Pedro Olaechea, quien sacó cuerpo en televisión internacional frente al reto de asumir la presidencia que le planteó el periodista Fernando del Rincón. Dos preguntas clave, sin embargo, siguen sin respuesta. ¿Cuál fue el suceso explícito que ameritó la cuestión de confianza final? Porque el documento no decía nada. Y, además, ¿por qué el presidente incluyó la palabra ‘fáctica’, considerando que el propio TC concluyó que la ‘denegación fáctica de la confianza’ es contraria a la Constitución, interpretando el hecho como una simple denegación de la confianza? Quizás sea otro acto fallido, a juzgar por el origen ‘de facto’ de la palabra ‘fáctica’.
Visto a la distancia, el cierre del Congreso definió el escenario que tenemos hoy. Uno en el que el Legislativo y el Ejecutivo se llevan mejor que nunca. Uno en que la prensa se ha polarizado más. Y la opinión pública, también. Uno en el que el antifujimorismo ya no es solo una opción electoral, sino un sentido común por encima de la presunción de ilegalidad. A partir de entonces y hasta hoy, cualquier decisión del Congreso con algún componente fujimorista es sinónimo de golpe de Estado. A pesar de ello, poco a poco el Parlamento ha ido recuperando sus facultades —lo que a su vez le va sumando animadversiones, acaso preparando el caldo de cultivo para una próxima disolución— desde elegir al defensor del Pueblo y a los miembros del BCR hasta definir la composición del codiciado TC. Y el TC se ha vuelto en el gran árbitro de toda disyuntiva, que hoy son muchas. Vizcarra, además, se ha erigido como una figura expectante en la política peruana, gracias al inexplicable apoyo de la izquierda, lo que confirma que el antivoto es el signo de los tiempos. La disolución que hizo Vizcarra, finalmente, fue la antesala de la que intentó Castillo. Aníbal Torres tomó nota de cómo pedir cuestión de confianza por quítame esta paja, de forma implícita y encima por anticipado. Y ahí sí el temor de una Asamblea Constituyente se hizo más latente.
Si el ingeniero Fujimori significó un nuevo tipo de golpe blando y civil, maquillado con elecciones y referéndums, el ingeniero Vizcarra llevó el tema a otro nivel. Lamentablemente para sus opositores, la narrativa de que el del 30 de septiembre fue un nuevo tipo de golpe de Estado está en manos del fujimorismo y sus amigos. Y ya sabemos cómo manejan sus narrativas democráticas.
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