¿Qué le pareció el acceso de furia de Donald Trump contra Volodímir Zelenski en la Sala Oval?
Primero, que no fue acceso de furia, sino cuadrillazo. Él, en su propia oficina y respaldado por su vicepresidente, Vance, tratando de humillar a Volodímir Zelenski ante las cámaras. En rigor, lo hizo para exponer ante sus votantes una acusación insólita: el líder ucraniano se había defendido de la invasión rusa con recursos de los EE.UU. y no aceptaba las leoninas condiciones de paz que había consensuado previamente con Vladimir Putin. Me hizo recordar su época de animador de televisión cuando expulsaba del escenario a concursantes desafortunados.
¿Influyó su afán de recuperar recursos con la negociación sobre las tierras raras ucranianas, elementos que también posee China?
Sí, pero en modo adicional. Veo el episodio como una coartada tosca. Le permitiría justificar el fin del apoyo de los EE.UU. a Zelenski y promover su reemplazo por un líder más dúctil. Esto explicaría por qué antes calificó a Zelenski como “dictador” y por qué, durante el cuadrillazo, se esmeró en mostrarlo como responsable de la pérdida de vidas ucranianas… ¡por no aceptar una rendición sin garantías! Lo triste es que esto aparezca como una negociación monetaria y extorsiva que borra con el codo de Trump la ayuda a Ucrania escrita con las manos de Barack Obama y Joe Biden.
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José Rodríguez Elizondo. “Trump y Putin coinciden solo en un punto”.
¿Trump, al negociar con Putin, repite el error de Chamberlain con Hitler en 1938? ¿O, siguiendo a Kissinger, cree que acercarse a Rusia impediría que haga un bloque con China?
Hay formas parecidas. Hitler también sabía de cuadrillazos y tenía accesos de ira rigurosamente planificados. Pero yo no endoso ese aforismo marxiano según el cual lo que primero aparece como tragedia tiende a repetirse como farsa. La guerra en Ucrania y las guerras en el Medio Oriente muestran una tercera opción: que la tragedia se repita como catástrofe superlativa. Así como Putin fue el primero en normalizar el uso eventual del arma nuclear, el viernes pasado fue Trump el primero en frasear, ante las cámaras, la posibilidad de una “tercera guerra mundial”… por culpa de la “tozudez” de Zelenski.
Habría elementos similares.
De acuerdo. Es que las guerras tienen patrones comunes que ignoran los políticos de andar por casa. Aquí hay episodios que riman. Quienes se rindieron diplomáticamente ante Hitler para impedir una guerra europea legitimaron la invasión nazi a los Sudetes checoslovacos y soslayaron la previa anexión de Austria. Esto suena muy parecido a la anexión de Crimea ucraniana por parte de Putin y a su posterior invasión a Ucrania. Henry Kissinger, desde sus genes alemanes, tenía esa historia tatuada en la piel, y aquí llegamos a un punto medular: tras la implosión de la Unión Soviética, él advirtió el peligro de adelantar las líneas de la OTAN. Dijo que tirar los bigotes al debilitado león ruso favorecería el patriotismo entre místico e imperial del régimen de Putin.
¿Putin querrá territorios europeos, más allá de su ‘russkiy mir’ o ‘mundo ruso’, con el apoyo de Trump?
Es posible, pero no en la línea del efímero acuerdo soviético-nazi del siglo pasado. Lo que Putin quiere son territorios europeos que reconfiguren el anillo de seguridad para la Rusia profunda que negociara Stalin en Yalta, tras el fin de la Gran Guerra Patria… que es la nomenclatura rusa para la Segunda Guerra Mundial.
¿No va contra los principios geopolíticos que justificaron la OTAN?
Digamos que, bajo la capa de “amigos con ventaja”, Putin y Trump insinúan proyectos geopolíticos compartidos, pero que en definitiva son incompatibles. El primero porque su anillo de seguridad afecta a Europa como región. El segundo porque se ve como el jefe de un imperio comercial global, con plataforma en un equipo de tecnosupermillonarios y con el planeta Marte como señuelo de ciencia-ficción. Por tanto, el tema es cuánto puede durar ese equilibrio geopolítico en la cornisa.
¿Podría definirlo la Unión Europea?
Difícil, porque las estrategias presuntas de Trump y Putin coinciden solo en un punto: la capitis deminutio de Europa, como correlato del fin o trizadura de la Alianza Atlántica. Por una parte, esto cataliza el viejo temor europeo de convertirse en un apéndice de Eurasia. En paralelo, favorece la potenciación de partidos políticos europeos extremistas o díscolos. Es lo que se está viendo en Hungría y Alemania. Para complicar más la trama, China ya ingresó al club del Gran Poder e India está comprando el ticket de entrada.
¿Hasta qué punto China puede seguir como observadora de una alianza ruso-norteamericana eventualmente durable?
No tengo respuesta para ese enigma. Pero presumo que, si Trump logra sacar de la pista a su incordiante Zelenski, se vería a sí mismo en mejores condiciones para potenciar la guerra comercial contra China en alianza tácita con Rusia. Por cierto, ahí chocaría con una diplomacia china supersofisticada. De hecho, la Ruta de la Seda de Xi Jinping implica que quiere y puede recuperar su papel histórico como Reino del Medio. Esto obliga a recordar que Richard Nixon, quien aprendió mucho de Kissinger, hizo en 1980 un pronóstico fascinante: “En el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la Tierra”.
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