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Del desgobierno absoluto a una transición en democracia

El 2022 llegó a su fin y deja el sinsabor de haber sido un año de agobiante inestabilidad política, social y económica. La crisis, sin embargo, no se inició hace 12 meses sino hace 17, apenas Pedro Castillo llegó a Palacio de Gobierno para sentar las bases de una red criminal familiar y amical con la que erosionó la meritocracia en la administración pública, debilitó el equilibrio de poderes, hizo tabla rasa de la institucionalidad en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, y manejó las arcas fiscales como un botín.

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Fecha Actualización
El 2022 llegó a su fin y deja el sinsabor de haber sido un año de agobiante inestabilidad política, social y económica. La crisis, sin embargo, no se inició hace 12 meses sino hace 17, apenas Pedro Castillo llegó a Palacio de Gobierno para sentar las bases de una red criminal familiar y amical con la que erosionó la meritocracia en la administración pública, debilitó el equilibrio de poderes, hizo tabla rasa de la institucionalidad en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, y manejó las arcas fiscales como un botín.
Cinco presidentes del Consejo de Ministros –cuatro de ellos solo en los últimos 11 meses–, más de 70 titulares en 18 carteras, una incesante rotación de funcionarios que ha hecho imposible la implementación de políticas planificadas en sectores sensibles como salud o educación, el copamiento de la administración pública –no solo con partidarios de Perú Libre sino con violentistas vinculados a Sendero Luminoso y camuflados en prefecturas y ministerios como el de Educación–, conflictos sociales y un mensaje antiminero y desalentador de la inversión privada grafican el desgobierno absoluto en que Castillo sumió al país, mermando la calidad de vida de la población, disminuyendo su capacidad adquisitiva y su acceso al empleo formal, su derecho al libre tránsito y a convivir en paz.
Toda esa sucesión de hechos registrada a lo largo de los últimos 12 meses, sin embargo, no fue suficiente para convencer a los parlamentarios de respaldar una moción de vacancia. Tampoco lo fueron el discurso de odio y confrontación desatado por Aníbal Torres desde el premierato o la fuga bajo protección palaciega de algunos integrantes de la red criminal. Ni siquiera la prolija denuncia constitucional de la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, contra Castillo ante el Poder Legislativo que todavía sigue su curso.
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EL GOLPISTA CASTILLO
Fue, paradójicamente, el profesor de Chota quien, arrinconado contra la pared por los testimonios de sus excolaboradores que pusieron al descubierto la podredumbre de su gobierno –el último fue Salatiel Marrufo ante la Comisión de Fiscalización, el 7 de diciembre–, el que se dio a sí mismo la estocada final. No esperó siquiera la votación de la tercera moción de vacancia que estaba programada para ese mismo miércoles en la tarde. Asustado, tembloroso, anunció un golpe de Estado. Quiso disolver el Parlamento, intervenir el Poder Judicial, anunció elecciones para un nuevo Congreso con facultades para elaborar otra Constitución. Pero la bravata no prosperó gracias a la respuesta decidida y con apego a la Constitución de las instituciones democráticas. Se aceleró entonces el final del autoproclamado ‘presidente del pueblo’, que hoy, con ocho investigaciones fiscales a cuestas, cumple 18 meses de prisión preventiva por su fracasado golpe.
Así, casi llegando a fin de año, nuestro país se vio sorprendido por una precipitada sucesión constitucional que ha puesto a Dina Boluarte en la primera magistratura del país, no hasta el 28 de julio de 2026, como ella anticipó, sino hasta dos años antes, julio de 2024. Con ella también se irán antes de cumplir su quinquenio los 130 congresistas, que, con sus inconductas pasadas por agua tibia, la convivencia sin escozor con ‘Los Niños’ y legislando en algunos casos por intereses particulares –como el caso de la ley contra la reforma universitaria–, conforman una de las instituciones con mayor descrédito a nivel nacional.
Hoy, el Perú enfrenta un nuevo reto. Llegar a las elecciones generales de abril de 2024 con un mínimo de reformas políticas que aminoren el riesgo de repetir la reciente crisis. La responsabilidad recae en el Congreso y su capacidad –puesta en duda más de una vez– de alcanzar consensos por el bien del país, pero también en el Ejecutivo, para transitar este periodo con una relativa predictibilidad y paz social.
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