La polarización en redes sociales se ha vuelto peligrosamente ridícula. ¿Cueva o Pamela? ¿Gladys Tejeda o Stefano Peschiera? Y de nuevo, se trata casi siempre de falsas disyuntivas, dilemas truchos donde la respuesta casi siempre es más compleja y no entra en un tuit.
La última de esas falacias es la del privilegio. Si eres un ‘blanco privilegiado’, tienes el futuro asegurado porque empezaste con ventaja. Una narrativa reduccionista, al menos desde que ya no somos virreinato. Porque en el siglo XIX los caudillos regionales controlaban el Perú con sus batallones. Ahí estaban los Gamarra en Cusco, los Orbegoso en Trujillo y los Diez Canseco en Arequipa, por ejemplo. Para no ahondar en que la mitad de los presidentes peruanos no nacieron en Lima.
Quienes quieren reducir el privilegio a la blancura olvidan otros factores como el poder político (el hijo de César Acuña tiene más vara que cualquier hijo de La Inmaculada), el poder económico (los Huancaruna, los Añaños, los Flores) y las dinámicas familiares (lo que no te costó a ti le costó a tu padre, o a tu abuelo, o al bisabuelo). Quizás las únicas excepciones a la regla sean los casos de corrupción transgeneracional. Pero bien sabemos, gracias a Alfonso Quiroz, que en el Perú el robo no ha discriminado racialmente.
En el fondo, la narrativa del privilegio no busca analizar las injusticias sociales y repararlas. Solo sirve para cancelar políticamente a los que no tienen la ‘culpa blanca’ o white guilt, un concepto que también se cuestiona en Europa con ejemplos irlandeses y eslavos (de ahí viene el término ‘esclavo’). Es decir, cancelar a quienes no son blancos culposos, las ovejas negras de las familias ricas peruanas que expían sus traumas votando por la izquierda.