Ni bien apareció en cartelera, las críticas feroces a “Tatuajes en la memoria” no se hicieron esperar en las redes sociales. Curiosamente, todas se enfocaron en criterios estéticos, fotográficos, de montaje y de guion (no critican el libro de Lurgio Gavilán). Como si, súbitamente, la calidad cinematográfica hubiera vuelto a ser relevante para la crítica cultural local.
En respuesta, algunos periodistas defendieron la película por sus capacidades narrativas y amplitud de miradas. Y saltó la liebre. Una andanada de ataques ad hominem incidió en la extracción social del director y sus defensores. También justificaron que la DAFO le haya negado cuatro veces el financiamiento de su película “por ser un Llosa”. Pero criticaron, sobre todo, los explícitos agradecimientos a las Fuerzas Armadas en el filme.
Todo libro, película o artefacto cultural es calificado según las condiciones socioeconómicas del autor y su línea ideológica. Y cada pieza es valorada según su capacidad de representar a determinados actores sociales, visibilizar a ciertos grupos oprimidos y reivindicar una particular postura ideológica. Es la exacerbación de la política identitaria, que ya vimos cómo impone cuotas en Hollywood. Pero es sobre todo la politización de la ficción. Si la ficción es un texto que representa la realidad, la realidad es solo un texto más. Una superposición de textos en pugna por ver cuáles imponen su noción de verdad.
Un ejemplo notorio son las películas en quechua. Abundan, pero nunca tienen malas reseñas. Algo similar sucede con los filmes que evidencian asesinatos de militares. Los malos comentarios, como en “Tatuajes en la memoria”, solo aparecen cuando se pretende equilibrar un poco la balanza y darle voz a un ‘militar bueno’.
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