Acaso Zavalita, el antihéroe de "Conversación en La Catedral" y personaje de Mario Vargas Llosa, sea el caviar más representativo de la literatura peruana. Fue él quien expió su culpa criolla jodiéndose. Jodiéndose para no joder más en un país jodido, para ser específico.
Como todo caviar, Zavalita fue la oveja negra de una familia rica. Fue un niño bien con sueños de pobreza. Y por eso inspiró a otro caviar como el protagonista del cuento “Eisenhower y la Tiqui-tiqui-tín”, de Bryce Echenique. No es como el trotskista de Mayta, que dejaba de almorzar porque había hambruna en algún rincón del mundo. Zavalita nunca se sintió bien siendo el ‘camarada Alberto’. Ni entendió el comunismo ni entendió a Aída. Y su malestar fue pura culpa blanca y criolla. Zavalita creía que sus privilegios surgían de algún pecado original. Una injusticia, un acto de corrupción, una violación (metafórica o real) o un golpe de Estado. Una narrativa muy común en el Perú de entonces, pero absolutamente irreal a estas alturas. Ya no estamos en el Perú de la dictadura de Odría, sin democracia ni partidos políticos. El propio autor ha reconocido que, en el Perú de hoy, crear riqueza ya no implica necesariamente joder a alguien.
Pero, para muchos, el discurso de Zavalita aún es vigente. Y si la realidad no coincide con las palabras, parafraseando al filósofo, pues peor para la realidad. Porque para el caviar, además, la verdad es una suma de narrativas y la realidad es una invención del lenguaje. La palabra crea la cosa, como en el Génesis de la Biblia, ese libro posmoderno que tiene cuatro versiones de una misma historia y que leen los seguidores de Gustavo Gutiérrez. Y es que el caviar es, en esencia, un posmoderno, un parricida de la modernidad. Un crítico del padre derechista, como Zavalita.
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