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El centro de la felicidad

Una idea mínima de la felicidad, o mejor digamos de la tranquilidad, me remite al ejercicio de la libertad.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly, La columna de Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR

La primera libertad que reclamo para mí mismo y que no estoy dispuesto a negociar es la de dormir nueve horas consecutivas y despertar sin que nadie me interrumpa el sueño, de una manera tranquila y exenta de los traumas de una alarma o una criatura bulliciosa al lado o un odioso horario de trabajo. Yo no vivo para trabajar, vivo para dormir, esa es la primera y más urgente de mis obligaciones y todo lo que perturbe el sereno cumplimiento de dicha obligación será eliminado sin compasión de mi vida. Si cuidar el sueño de una manera tan intransigente me convierte en un haragán, eso soy a mucha honra. Pero estoy seguro de que mi capacidad de disfrutar de las horas en las que estoy despierto tiene una relación directa con la calidad de las horas que he dormido, y por eso no permito que nadie se entrometa con mis nueve horas en la cama, sedado, con tapones en los oídos, en un cuarto oscuro.

La segunda libertad que intento reivindicar es la de elegir cuidadosamente a las personas con las que hablo o comparto mi soledad. Los años me han educado en la noción de que hay personas que, sin esfuerzo alguno, te divierten o entretienen, mejoran tu vida, y hay otras que, seguramente sin advertirlo, te aburren, te hunden en conversaciones densas y envanecidas, intoxican con su cháchara idiota el aire que respiro. Hay personas que te hacen reír y otras que aburren, es tan simple como eso. Con la edad que tengo y con lo bien que la paso a solas, procuro reunirme únicamente con quienes no me obligan a ninguna simulación o impostura y mejoran, más allá de toda duda razonable, la vida que paso conmigo mismo, que, en lo que a mí respecta, es una vida fantástica, enormemente divertida, y no porque yo lo sea sino porque creo que he aprendido a buscar de una manera correcta ciertas formas de evasión de la realidad que renuevan mi fe en que estar vivo es una cosa buena, algo que, si uso bien mi libertad y elijo atinadamente, da placer. En ese punto, el de extremar la precaución a la hora de elegir a las personas que me acompañan, intento no ceder a las debilidades ni las servidumbres que dictan la familia, el honor, las costumbres, las expectativas de los demás. Si debo elegir entre mi tranquilidad o la de mi familia, elijo, con sano egoísmo, mi bienestar personal, aun a expensas de tales o cuales personas de la familia: si mi tranquilidad les provoca intranquilidad, es un defecto que deberían corregir cuanto antes, por su propio bien.

La tercera libertad que resulta capital para mi existencia es la de usar las pocas horas en las que estoy lúcido y a solas con un propósito que no sé si es noble pero que es obstinado, terco, indesmayable, y que tampoco estoy dispuesto a negociar: esa luz que ilumina el camino o esas aguas que creo ver a lo lejos en el desierto o el orden incierto que gobierna mi vida es la certeza de que estoy vivo para escribir. No es que quisiera ser un escritor, es que soy un escritor. Serlo, honrar ese juramento, aferrarse a esa tabla de salvación, cultivar celosamente ese estilo de vida es algo que, en mi caso, no se hace esporádicamente o por temporadas, es algo que se hace cada día, cada tarde quiero decir, cuando, sin que nadie me lo exija, pero imponiéndome yo mismo esa manera de entregar mi tiempo a una causa sin duda noble y acaso inútil, cierro la puerta, verifico que los teléfonos estén apagados o desconectados, me siento frente a la computadora y me digo de acá no me mueve nadie hasta que tenga escrito lo que debo escribir, que es algo que nunca sé bien qué cosa es, por supuesto, eso ya se verá en el camino. Del mismo modo que con las horas que dedico a dormir (que son, desde luego, más que las que uso para escribir), no permito que nadie interrumpa el tenso y delicado ejercicio de mi libertad. Si algo o alguien se interpone en el camino del escritor, deberá alejarse de mí o tendré que sortear yo mismo ese escollo y darle le espalda. Sé bien que muchas personas no me ven como un escritor. Poco importa. Lo que al final importa más es que yo mismo me aprecie como escritor, que no me falte el respeto, que no permita que ningún trabajo o aspiración menoscabe mis sueños literarios, el cabal cumplimiento de mi destino. Quien no me entiende como escritor simplemente no me entiende y no hay manera de que esa persona y yo tengamos una relación provechosa y duradera por mi parte. Es triste cuando esas personas provienen de mi propia familia y quieren que dedique mi vida a una causa que no es la mía, como la política o los negocios o, peor aun, la fe religiosa. Es triste principalmente para ellos porque se van a llevar una decepción, otra más.

Descontadas las horas del descanso y las que sirven al propósito de escribir, queda un tiempo, siempre escaso, en el que ya no me resulta tan fácil ejercitar plenamente la libertad, que es el tiempo dedicado a ganar dinero. De momento, y creo que por poco tiempo más, reservo unas horas cada día para dar vida a un programa de televisión. Elijo libremente ese trabajo aunque, no mentiré, preferiría no hacerlo y organizar toda mi vida alrededor del descanso y las palabras que escribo y los libros que me siento a leer y los muy pocos viajes que todavía me ilusionan. Tres horas de cada uno de mis días son dedicadas a la televisión, y no es una inversión que rinda pobres dividendos y tampoco diría que la paso mal. Aunque la decisión de trabajar en la televisión es libre y nadie me obliga a ello, las consecuencias que dicha decisión entraña recortan de un modo severo, y a veces reñido con el placer, mi libertad y ponen en entredicho la noción de reunirme con personas que mejoren mi soledad, pues muy a menudo me encuentro hablando con gente que parece irritante, inconveniente. Por eso advierto un conflicto creciente entre el escritor que vive en mí y el señor hablantín que sale hace años en la televisión. Me parece que el escritor, algo fatigado ya de los desafueros histriónicos, pide más respeto y quiere matar o cuando menos silenciar al bufón. Pero el bufón alega en su defensa: no me calles, yo gano más dinero que tú, también merezco un respeto, gracias a mí es que el escritor perezoso ha podido llevar una vida confortable en grado sumo.

Por último, está allí arriba, en lo más alto, como algo sagrado, la libertad de usar mi imaginación y mis fantasías y mi cuerpo desmejorado para obtener la recompensa secreta del erotismo, de esos contados minutos de incalculable goce y felicidad que entrego a la causa superior de sentirme vivo y hallar placer en el aire, en las caricias, los besos, las palabras que se susurran al oído con cierto aire de culpa o transgresión, en el acto redentor del amor o el sexo, que no siempre requiere, por supuesto, de otra persona, me bastan mis manos y mis delirios para inventarme todo el placer formidable y clandestino que a veces reclama el ejercicio a plenitud de mi libertad. En esto, creo que conviene aplicar un principio mínimo de supervivencia: primero hay que saber estar bien a solas, luego hay que buscar con cuidado la compañía que mejore la soledad. Solo conviene compartir el aire que respiras con una persona que mejora tu soledad, y esto, en mi caso, es verdadero cuando estoy comiendo, conversando, mirando las cosas pasar o, sobre todo, haciendo el amor.

Me siento libre cuando duermo, cuando escribo, cuando elijo contadamente a mis amistades, cuando salgo en televisión, cuando hago el amor con Silvia o conmigo mismo. Y me siento especialmente libre cuando me veo bailando frente a mi hija Zoe: esa es una forma de libertad que, siendo breve (no más de dos canciones), me instala con nitidez en el centro mismo de la felicidad.