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Mínimo bienestar

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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNRhttp://goo.gl/jeHNR

El hombre despierta, mira el reloj, baja a la cocina y toma cuatro pastillas: un antidepresivo, un estimulante para las erecciones, un compuesto químico para evitar la caída del pelo y una vitamina para fortalecer el crecimiento del pelo. Podemos deducir, mirando sus frascos de pastillas, viéndolo tragar las cápsulas de pie en la cocina, que tiene miedo de quedarse calvo e impotente. Puesto a elegir, prefiere renunciar a toda forma de vida sexual, preservando el pelo todavía frondoso que escamotea su incipiente calvicie. No quiere ser calvo, le parece una afrenta, un bochorno, y sin embargo sabe que va a eso, que genéticamente está condenado, lo ha visto en su padre, en sus abuelos, en sus tíos.

El hombre vive solo, no tiene ninguna ilusión de índole romántica, asocia las pasiones amorosas a los conflictos y la desolación, ha elegido una vida tranquila, replegada, alejada por completo de los escarceos sexuales y la intimidad erótica con otras personas. No por eso está resignado a volverse impotente. Le gusta sentir que, cuando se lo propone, todavía puede experimentar un breve momento de éxtasis sexual, aunque el asunto le resulta cada vez más arduo y trabajoso: racionalmente, está convencido de que no quiere tener relaciones sexuales con ninguna otra persona; fantasiosamente, necesita pensar en una persona imaginaria, irreal (una persona que no debe existir) para provocar el placer o para hacer creíble ese placer inducido. El hombre se queda pensando en esas cosas (no quiero tocar a nadie ni que me toquen, no quiero penetrar a nadie ni que me penetren) y decide que lo mejor es olvidarse del sexo, incluso del sexo consigo mismo, dado que esas fricciones plantean una cuestión áspera, chirriante, aparentemente contradictoria: ¿por qué debo pensar que enredo mi cuerpo con el de otra persona para obtener un goce físico que, no obstante, es solitario? De momento, el hombre cree que debería dejar de tomar las pastillas para espolear el vigor de las erecciones, no le ve sentido a eso.

Luego sale al jardín de su casa, se quita la ropa, queda en calzoncillos (procura no mirar el tamaño creciente de su barriga, piensa: qué me importa ser gordo si ya no aspiro a seducir a nadie) y se tiende en una tumbona a la sombra. Tiene a mano dos objetos: un libro y un aerosol. El libro le permite evadir la realidad y sumergirse en un mundo estimulante, excitante, lleno de posibilidades que azuzan su mente y sus fantasías. Leyéndolo, se siente embriagado como un alumno frente a un profesor sabio que no hace aspavientos de su sabiduría. El aerosol lo devuelve cada tanto a la realidad. Lo oprime y dispara un repelente para matar mosquitos. No está dispuesto a dejarse atacar por la voracidad de esos insectos tenaces. Al mismo tiempo que lee, espera con determinación e impaciencia al próximo mosquito que penetre en su campo visual. Apenas lo ve, dispara el repelente, lo hace caer y luego lo aplasta con una mano hasta tener la seguridad de que lo ha matado. El hombre se considera un lector atento pero, sobre todo, un cazador de mosquitos bien entrenado. Pasa un par de horas leyendo y matando mosquitos y no sabe cuál de esos dos pasatiempos le procura más placer.

En algún momento se cansa de leer y decide meterse al agua de la piscina. Está fría, es una sensación reconfortante. Se queda en silencio, sumergido hasta el cuello, mirando la estela de los aviones que surcan el cielo, aguardando la irrupción zumbona del próximo mosquito que, desavisado, se acercará a su muerte. De pronto algo se agita entre las ramas de las palmeras. Son ratas. El hombre las mira caminar por las hojas quebradizas. Las ratas se detienen, observan, no escapan, no dan señales de sentirse amenazadas. Tal vez saben que el hombre las observará sin arrojarles una piedra ni atacarlas en modo alguno. El hombre quisiera matarlas con un arma de fuego pero no posee un arma de fuego y aun si la poseyera seguramente sería incapaz de disparar con precisión y derribarlas, las ratas son rápidas, sigilosas, y el hombre es lento, predecible, por eso el hombre y las ratas se han acostumbrado a tolerarse a una cierta distancia, sin agredirse. Es la vida, piensa el hombre: siempre hay ratas, adonde vayas encontrarás una rata, aunque compres una gran casa y pretendas aislarte de todo lo malo, de pronto sentirás un ruido cercano, mirarás y será una rata y nadie tendrá la culpa, a nadie podrás reprochárselo, es la vida, hay ratas por todas partes, las ratas además no eligen ser ratas, es su destino, es lo que les ha tocado, ninguna rata elige ser rata pudiendo ser un águila o un tigre. El hombre descubre que está mirando a las ratas con una cierta compasión que lo alarma, pues le parece un señal más de su decadencia moral, física, intelectual. Cómo es posible que una rata me dé pena, se pregunta, y luego se zambulle y abre los ojos y ve sus pies cansados de tanto caminar por los aeropuertos.

El hombre sale del agua, se seca, queda desnudo, tiende el calzoncillo y da una mirada a los objetos que lo rodean: hay una mesa con seis sillas siempre vacías porque el hombre no quiere recibir a nadie en su casa ni hablar con nadie ni mucho menos atender a nadie, le da pereza, cree que el contacto con otras personas lo obliga a la simulación y la falsedad; hay una mesa de ping pong, le gustaría jugar con alguien, se lo ha propuesto al jardinero salvadoreño, pero el muchacho ha dicho que no sabe jugar ping pong y el hombre se ha quedado con las ganas, pensando en lo endiablados que son los chinos jugando al ping pong; hay un tablero de ajedrez con las piezas desplegadas, en pie, pero, de nuevo, ¿con quién podría jugar ajedrez ese hombre ermitaño, paranoico, ensimismado, que está convencido de que su mínimo bienestar le exige estar en silencio y a solas?Todavía desnudo, entra en la casa, come algo al paso, sube al segundo piso, sale al balcón y se echa en una tumbona muy semejante a la que tiene abajo, en el jardín, frente a la piscina. Cae la tarde, es la hora del crepúsculo en esa isla, son las siete y media, todavía queda una hora de luz natural. El hombre tiene dos objetos a mano: un aerosol y un cronómetro. El aerosol lo usa cada tanto para aturdir y derribar mosquitos, no está dispuesto a someterse al capricho de esos insectos impertinentes, los detesta y sin embargo los echa de menos cuando se encuentra en otras ciudades, qué sensación estupenda es la de matar un mosquito en pleno vuelo, acertar el disparo, verlo caer, aplastarlo con la mano, piensa. El cronómetro lo usa para medir el tiempo que transcurre entre la aparición de un avión y otro, surcando el cielo naranja, lánguido, de la tarde que se repliega. En esos dos o tres minutos que pasan entre un avión y otro, el hombre comprueba que es discretamente feliz porque está allí, desnudo, tendido, holgazaneando, cultivando el hábito de la pereza, y no allá, arriba, en una de esas máquinas voladoras que lo alejarían del lugar en el que quiere estar: esa casa, en esa isla, rodeado de todos esos mosquitos a los que tiene que matar.