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¿Qué control de calidad?
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¿Es puntual en el comienzo del dictado?, ¿corrige los exámenes en el tiempo estipulado?, ¿deja textos demasiado extensos para leer?, ¿pide que las respuestas en los exámenes sean elaboradas y suficientemente extensas?, ¿es muy exigente y reprueba a muchos estudiantes?
¿Cuánto tiempo dedica a cada paciente en la consulta?, ¿cuántos exámenes y análisis ordena?, ¿se abstiene de prescribir remedios y recomendar procedimientos terapéuticos complicados a menos que no sean estrictamente necesarios?
¿Cuántas reacciones produce lo que aparece en la red?, ¿cuán largo es el lapso que los visitantes posan sus ojos en lo posteado?, ¿qué cantidad de veces se comparte lo publicado en el mundo virtual?
Médicos, maestros, comunicadores, entre otros, son medidos según ritmos, duraciones y flujos. Indicadores que importan. Pero en el control de calidad social han desplazado a calidad, esfuerzo, profundidad, análisis, compromiso, lo sostenido, lo que pospone y escucha, la observación dedicada.
Predomina lo rápido, impactante, caro, nuevo, mucho, el segundo que viene, la punta de la nariz, el ombligo de la barriga. La eficiencia no debe ser desdeñada. Tampoco la innovación y la celeridad. Pero hay que incluir, a la hora de decidir qué proyectos van, qué procesos se eliminan, qué indicadores se toman en cuenta, lo que aparece en la segunda parte del párrafo anterior.
El número de casos atendidos, pero también los pacientes que se sienten escuchados; la cantidad de alumnos contentos, pero también la solidez de sus aprendizajes; el rating de lo que transmitimos, pero también su contenido. Si nos quedamos solo con lo primero, la economía de mercado —una realidad provechosa— se convierte en sociedad de mercado, una pesadilla distópica.
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