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Asociaciones peligrosas
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Imaginemos una situación, tipo juego, en la que personas deben cumplir ciertas normas o no; vale decir, pueden hacer trampa.
¿De qué depende que la hagan o no?
¿De la personalidad? Habría honestos y deshonestos con todos los matices entre los extremos. ¿De la cultura? En otras palabras, ¿del sistema de valores predominante?. ¿De la probabilidad de ser detectado trasgrediendo y, en ese caso, castigado sin importar apellido o poder económico? Es decir, de la mayor o menor impunidad en el sistema. ¿De las circunstancias específicas? Por ejemplo, si lo que está en juego es la supervivencia, quizá un poco de todo lo anterior.
Pero hay una variable sorprendente. Digamos que banqueros —para no desentonar con nuestra siempre sorprendente realidad— son los que participan. Tienden a hacer más trampa cuando antes de comenzar se les recuerda que son banqueros, que si se les pregunta por lo que hacen en su tiempo libre.
Si son estudiantes, hacen más trampa si en la introducción se les habla de un posible futuro trabajando para el Estado, que si en sus horizontes se contempla la actividad privada. Pero, un momento, eso en países en los que se asocia corrupción con la burocracia pública, porque, por ejemplo en los países nórdicos, la cosa es al revés.
En resumen, pensar en el papel que uno desempeña o podría representar puede ir en uno u otro sentido cuando se trata de hacer o no trampa, dependiendo de las asociaciones compartidas por la sociedad con respecto de esa función.
Sería bueno que al momento de hacer la declaración jurada, políticos y empresarios piensen que están jugando con sus hijos o nietos, o haciendo voluntariado.
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