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Esencia y reputación
Esencia y reputación… realidades que van juntas, pero que nunca dejan de tener relaciones conflictivas, estar en tensión permanente a lo largo de toda la vida.
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Un joven acaba de cumplir 15. Le pregunto cómo se siente. Me dice que hace no mucho miraba a quienes tenían esa edad con recelo y algo de irritación: “Como que se creen más grandes de lo que son, que saben todo, que ya dejaron atrás un mundo al que no reconocen mucha gracia y para el que ya no tienen tiempo”. “Y ahora que llegué a esa edad tengo sentimientos encontrados”, me dice.
Con su habitual lucidez acaba de definir la adolescencia: un cuerpo vigoroso y pleno, una mente consciente de formar parte de una generación emergente, se disponen a comerse la vida con muy poca paciencia para todo lo que no vaya a su velocidad.
“Uno es niño hasta los 40", afirma —no sé si para consolarse a sí mismo, o a mí—, “no quiero sacrificar mi esencia, pero tengo que administrar mi reputación”, concluye.
Esencia y reputación… realidades que van juntas, pero que nunca dejan de tener relaciones conflictivas, estar en tensión permanente a lo largo de toda la vida. La primera a toda costa puede terminar en encierro, aislamiento, desesperanza u omnipotencia. Algo así “como me toman o me dejan”, “yo contra un mundo siempre equivocado”. La segunda antes que nada conduce a un permanente sentimiento de impostura, a la representación sin pausa en un escenario carente de autenticidad.
Llegar a un compromiso es, en fin de cuentas, una manera de resumir el proceso de crecimiento y maduración del ser humano. Obviamente, es en la adolescencia que la búsqueda de una identidad, al mismo tiempo que la construcción de una imagen personal, adquieren una fuerza imperativa, chocan, se potencian, y forman el contexto en el que se responde a la pregunta ¿quién soy yo para mí y para los demás? No es lo mismo, pero tampoco puede ser muy diferente.
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