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La venganza de la magia
Nuestra increíble modernidad podía ser neutralizada por un cúmulo de pequeños accidentes.
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El gran apagón en Nueva York (1977), Chernóbil (1986), Three Mile Island (1979), la erupción del Eyjafjalla (2010), la plataforma del Macondo (2010) fueron señales de que las mismas fuerzas que habíamos subordinado con el imperio de la ciencia y la razón podían ser causas de colapsos masivos o hacer colapsar sistemas altamente sofisticados. Nuestra increíble modernidad podía ser neutralizada por un cúmulo de pequeños accidentes, o por alguno mayor, de esos que suelen ocurrir y han ocurrido en y a nuestro pequeño planeta.
Los indudables y deliciosos avances tecnológicos, científicos y económicos tienen efectos secundarios, eventualmente monstruosos, muchas veces invisibles por su naturaleza, como los virus, o porque se sitúan, como los cambios climatológicos, en un horizonte temporal que la mente humana —con la ayuda de campañas interesadas— no procesan como riesgos reales… hasta que golpean de manera brutal.
Querer cancelar el desarrollo a través de utopías de simplicidad y armonía con una naturaleza dejada en paz, o desconocer lo anterior y los retos reales que plantea en una fuga hacia adelante son las dos caras de una misma moneda: la derrota de la razón, la pérdida de autonomía funcional, la ineficacia en la toma de decisiones. Y todos nos convertimos, en nuestra angustia y deseo de salvarnos, en magos o exorcistas disfrazados de expertos.
Irónicamente, volvemos a lógicas primitivas: cada superficie, persona, dato estadístico, decisión política, medicamento, desplazamiento cotidiano, se somete a una mezcla inusual de cálculo y terror, que se parece demasiado a las visitas a oráculos, el uso de reliquias, la lectura del vuelo de las aves, la inspección de runas, o cualquiera de esas conductas que la modernidad había dejado atrás.
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