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Ficciones realistas
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Círculos de arcilla, como botones, en una de cuyas caras hay un antílope pastando y en la opuesta el mismo animal con las cuatro patas tocándose la panza. Los discos tienen dos huecos muy pequeños situados en bordes opuestos.
Alrededor de 50, encontrados en una excavación a 90 kilómetros al sur de Tel Aviv. Los científicos pensaron inmediatamente en —de manera exclusiva o combinada— usos religiosos, ornamentales o económicos.
Llama la atención que algunos parecen haber pasado un estricto control de calidad: pulidos y de redondez acabada; mientras que otros muestran imperfecciones, como si hubieran sido hechos por artesanos inexpertos.
Si se pasa de manera adecuada un hilo por los huecos y se le da cuerda, al soltarlo el botón gira produciendo un efecto de dibujo animado: el antílope estira y encoge sus extremidades.
¿Y si era un juguete? ¿Si los botones de menor calidad resultaban de manos infantiles que estaban aprendiendo, ayudando a sus mayores y, además, confeccionando los instrumentos de su actividad lúdica?
En esta época de realidad aumentada y parques de diversión temáticos puede parecer absurdo, pero muchas investigaciones muestran que los niños prefieren ayudar en tareas concretas, como pelar frutas —¡sí, con un cuchillo!—, amasar harina, clavar —¡sí, con un martillo!–, que interactuar con muñecos y personajes fantásticos.
No es nuestra idea de juego, pero, aparentemente, es así como nació esa dimensión tan importante para el desarrollo humano: mezcla de imitación, mentoría, realismo, aprendizaje, actividades probables, cotidianidad, colaboración intergeneracional, observación, atrevimiento, experimentación, participación comprometida y enorme placer.
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