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Incendios necesarios
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En esta época de motivaciones verdes —me refiero a la ecología, no a dólares—, las deflagraciones que amenazan los bosques ponen los pelos de punta. Esos pulmones, de los pocos que quedan en nuestro planeta, arden por cuestiones climáticas y, a veces, por manos pirómanas.
Sin embargo, en el caso de las secuoyas, esos árboles gigantescos —pueden llegar a los 100 metros y tener perímetros de tronco de hasta 31— y longevos —algunos llegan a los 3,000 años–, aunque sus semillas no son más grandes que las de un tomate, los incendios permiten que se reproduzcan.
En efecto, los incendios selectivos y controlados permiten generar espacio, revitalizar los suelos y dejar germinar nuevos árboles. Si nunca ocurrieran, la masiva presencia y todo lo que ocurre fuera de nuestra vista —las raíces forman un mundo de entramados tan o más grande que lo que vemos encima de la superficie— se perpetuaría sin cambios.
Es cierto que podría no importarnos si medimos las cosas en lapsos humanos: ni vamos a asistir a la muerte de esas plantas descomunales, ni vamos a ver una secuoya bebé llegar a adulta. Pero a veces hay que actuar de manera tajante si se quiere que las cosas cambien significativamente, que lo saludable se imponga aunque la enfermedad venga de muy atrás y nos parezca lejana.
Lo anterior se aplica al desarrollo humano, pero también a la sociedad, sobre todo una como la nuestra que hoy se enfrenta a un bosque que parece inmortal e inalterable.
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