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Paternidad y biología
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Nadie puede dudar de que la maternidad define y está definida por importantes cambios en el organismo de las mujeres. Antes, durante y después del parto ocurren tormentas visibles e invisibles, en todo el organismo, incluyendo, por cierto, el cerebro. Estrógenos, progesterona, prolactina, oxitocina impactan en diferentes niveles y ayudan al poderoso y hermoso entrelazamiento afectivo entre madre e hijo.
Los papás han ido involucrándose cada vez más en la crianza de sus hijos, desde el acompañamiento del embarazo, los primeros momentos –su presencia en la sala de partos es un indicador de ello– y, en general, el desarrollo temprano posterior. Podría pensarse que se trata de un hecho puramente sociológico y cultural, un logro del activismo ligado a la igualdad de género, que contrasta con la despaternalización previa.
¿Pero hay una biología de la paternidad?
Parece que sí. Si comparamos papás con no papás, los primeros tienen niveles de testosterona 20% más bajos. Como que esa disminución de una hormona ligada a la agresividad y la competencia libera energías para la conexión emocional y el cuidado. También, los papás, a través del contacto físico con sus bebés, ven aumentar los niveles de la hormona del amor, la oxitocina, lo que, a su vez, mejora la calidad de las interacciones, promoviendo un círculo virtuoso importante.
Incluso hay estructuras cerebrales en el organismo de los padres que se modifican ya desde el embarazo de la pareja, disminuyendo algunas neuronas y aumentando otras, cambiando de forma, sobre todo en el núcleo preóptico medial.
Lo que está claro es que cambios físicos permiten una mejor sintonía entre papás e hijos, lo que, a su vez, genera mayor gratificación.
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