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Pequeñas f(r)icciones: “La llamada de Juan Silva”
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Estaba empezando a tomar mi desayuno cuando vi que Tita, la mascota de la casa, estalló en repetidos ladridos mientras corrió por la sala hacia la entrada de la casa. Debido a su entrenamiento, sabemos que, cuando eso ocurre, significa que alguien o algo se ha detenido frente a la puerta principal. Es verdad que en ocasiones se confunde y ese algo que se acerca a la puerta resulta siendo ella misma, pero, en general, suele acertar. Dejé el café, salí de la cocina, crucé la sala y abrí la puerta. Ahí, en la acera, habían dejado un sobre con algo en su interior. Con cierta imprudencia, llevé el sobre hasta la cocina y lo abrí. Contenía un teléfono celular negro y sin marca conocida que pudiera reconocer. Antes de que pudiera empezar a lanzar hipótesis sobre su procedencia, e, incluso de comprobar cuál era su plan de datos, empezó a timbrar. No puedo negarlo. Sentí un escalofrío y me tomé varios segundos para contestar.
-Aló. ¿Quién habla?
-Escúcheme, mi nombre no importa. Más bien, le conviene lo que le voy a decir.
-Si me llama para ofrecerme migrar a otra empresa de telefonía, olvídelo. Estoy a gusto donde estoy. Claro, si la oferta incluye un iPhone 14, podemos conversar.
-Mi llamada no tiene nada que ver con eso. ¿Le dice algo el nombre de Juan Silva?
¿Juan Silva? Claro que me dice algo ese nombre. Me dice mucho. El exministro de Transportes de Castillo. Investigado por la Fiscalía por ser parte de la organización corrupta enquistada en lo más alto del gobierno central. No en vano fue uno de los ministros que más tiempo se mantuvieron en su cartera.
-Sí, he oído hablar dé el, ¿por qué?
-¿Quiere una entrevista con él?
-Claro, ¿pero él no está en Venezuela?
-Sí, él está viviendo allá, pero ha venido a Lima.
-No entiendo. ¿Qué hace aquí?
-Mire, se puede decir mucho de Juan Silva. Que es corrupto, que es mafioso, que es un delincuente, pero nadie puede negar que es un hombre de familia.
-¿Entonces ha venido a pasar las fiestas con su familia?
-Exacto.
-Entiendo. Vito Corleone también era un hombre de familia.
-¿Y ese de qué fue ministro?
-Olvídese de eso. Si Juan Silva está en Lima, yo puedo ir a buscarlo- cogí un lapicero y ya iba a escribir sobre el propio sobre-, ¿en qué dirección se encuentra?
-Él está en la clandestinidad.
-Entiendo, ¿y eso, más o menos, a qué altura queda?
-Ni lo intente. Mejor escúcheme. Antes que nada, necesito la garantía de que no va a llamar a la Policía.
-De acuerdo.
-Bueno, Juan Silva lo está esperando en la cafetería que está en la esquina de su casa.
-¿Cómo? ¿En la cafetería de la esquina? ¿La del italiano?
-No sé de quién sea, pero sí, lo espera en la cafetería de la esquina.
-¿No podría ser en otro lugar?
-No, señor. Tiene que ser ahí.
-Mejor en otra. Le explico por qué. Es que, la última vez que fui, me vendió una empanada de ají de gallina que me cayó pésimo. Luego, cuando volví a la cafetería, lo vi al italiano y él decía ‘no le voy a devolver la plata’, y yo ‘que nadie le está pidiendo nada, solo le estoy contando’ y él ‘no lo quiero ver más en mi cafetería’, y yo ‘ni que su cafetería fuera la gran cosa, ni más me aparezco por acá’. ¿Ahora me entiende? Es un tema de dignidad.
-Escúcheme, Juan Silva va a estar en esa cafetería en cinco minutos. Si usted no va, es cosa suya.
Apenas acabó la frase, me colgó. Terminé mi desayuno en un par de minutos: una taza de chocolate y una tajada de panetón. Me lavé, me cambié y salí de casa lo más rápido posible. Crucé la calle y caminé unos cuantos metros hasta llegar a la cafetería del mal. Ingresé a paso lento, casi arrastrándome, como si mis zapatos fueran de cemento. Miré al mostrador y ni rastro del italiano. Di un suspiro. El problema fue con él, no con sus trabajadores. Volteó a la sección donde están las pequeñas mesas y las sillas de madera. Ahí, en una de ellas, estaba sentado un señor con un sombrero y con un saco de solapas grandes, enormes, tanto que le cubrían medio rostro. Se le veía fuera de lugar. Toda su vestimenta contrastaba con el cielo despejado y la sensación de calor que empezaba a hornear la calle. Me acerqué a la mesa y lo reconocí. Juan Silva me hizo un gesto para que me sentara. Apenas me senté, nos saludamos.
-Señor Silva -le dije-, ¿no preferiría ir a la chicharronería que está aquí nomás a un par de cuadras?
-Yo no me voy a otra parte.
-No quiero ser impertinente, señor Silva, pero mire, resulta que la otra noche me compré una empanada y me cayó…
-Ya olvídese del italiano y la empanada esa. En pocos minutos pasan a buscarme. Le sugiero que los aproveche.
Lo miré sorprendido. Comprendí entonces que la voz del celular era la suya. Todo el tiempo había estado hablando con Juan Silva. Con el tiempo acortándose, y ya con las cartas sobre la mesa, le pregunté directamente: ¿Qué es lo quiere declarar? ¿Por qué hablar recién ahora que Castillo está preso?
-Lo que quiero es desenmascarar a varios funcionarios que siguen en sus puestos, calladitos, como si nada, cuando yo sé bien que, por lo menos, también deberían estar siendo investigados.
-¿Ahora le importa la justicia? ¿Ahora le preocupa la corrupción?
-Esto no se trata de justicia. Dicho sea de paso, para mí no es justicia lo que está haciendo la Fiscalía y el Poder Judicial. Para mí, es una persecución política.
-¿Persecución política? Por favor, señor Silva. Hay suficientes indicios como para que vaya a negar que usted formó parte de la corrupción del gobierno de Castillo.
-Escúcheme. Yo lo que quiero es acusar a la gente que nos ha dado la espalda. A mí me enseñaron que lo primero siempre es la lealtad. Y esta gente ahora nos hace ascos.
-Diga nombres. ¿A quiénes se refiere?
-Pero claro que voy a decir nombres.
Yo no lo vi llegar. Solo vi una sombra inmensa que, de pronto, se cernió sobre mí. El italiano me cogió de los hombros y, en un solo movimiento, me sacó de la silla. En ese instante, vi que unos hombres de terno ingresaron corriendo a la cafetería. Era la seguridad entera de Silva, que había estado escondida por los alrededores y que pensaba que el asunto era con él. Algunos desenfundaron sus armas e incluso uno de ellos disparó al techo. Los trabajadores empezaron a gritar y, en el alboroto, Juan Silva, ducho en estos avatares, desapareció. El italiano, al parecer convencido de que era una suerte de espía o mafioso, se quedó pálido, se acercó y, mientras se deshacía en disculpas, me levantó. Me juró por la madonna mia que yo podía ir a su cafetería cada vez que se me antoje, ¿capisci?
De regreso a casa, no pude menos que lamentarme por perder aquella primicia. Mientras abría la puerta, pude escuchar los ladridos de Tita. Entré, me senté a pensar en lo que acababa de ocurrir. Entonces, el celular negro, de marca desconocida, volvió a timbrar. “Aló, señor Silva”, dije. “Buenos días, su recibo de pago está vencido. ¿Estaría pagándolo hoy?”.
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