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Roberto Lerner: Lidiando con matones
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Tiene 4 años. Es bastante tímido y no muy hábil con su cuerpo. Sus padres avizoran una socialización marcada por un cierto sometimiento, quizá un relativo aislamiento al no poder o saber defenderse. Entonces, deciden que debe aprender un arte marcial.
El niño, creativo y sensible, lo hace a regañadientes. Pero no le gusta contrariar a sus padres. Y cuando muestra oposición o expresa su renuencia, la respuesta es tajante. La práctica del karate no es negociable. No se juega con el arte de poner en su sitio a potenciales matones.
“Eso sí”, me dice la madre, “el sensei es muy especial, le ha hecho un sitio a mi hijo y respeta su ritmo; y debo reconocer que, aunque le cuesta interiorizar las técnicas, respeta mucho a su profesor, quien siempre parece saber sacar de él algo que mi niño no sabía que poseía”.
Como quien no quiere la cosa, la mamá pasa a otro tema. “Me dio penita, porque ahora que lo llevo al colegio” —ella ha dejado su trabajo profesional para estar más presente—, “me dijo que no lo acompañe a su salón. Creí que no había escuchado bien y él me repitió su deseo en voz más alta”.
Le dije que los decibeles tenían mucho más que ver con la repetición asertiva de una decisión —“acá no necesito que estés a mi lado, puedo solo”— que con problemas auditivos. Y también que, evidentemente, el karate, pero sobre todo la firmeza empática del sensei estaban rindiendo frutos.
“No son las patadas y los puñetes, sino el aprendizaje de tener un espacio, un lugar. Y defenderlo”, le digo. “Porque muchas veces los primeros matones a quienes los hijos deben poner en su sitio somos nosotros, sus padres”.
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