Vivimos fascinados por el poder que proyectamos y todos deseamos ser vistos como competentes, ambiciosos, capaces de hacer que las cosas ocurran de una determinada manera, la que nosotros queremos. Con razón. Más allá de la obsesión actual, es en efecto una dimensión muy importante del estilo personal, un componente del éxito y el legado que los humanos dejamos durante nuestra efímera existencia.
La mente humana de manera sistemática, y sobre la base de indicadores que procesa inconscientemente —tono de voz, lenguaje corporal, etcétera— y conscientemente —logros objetivos, argumentación, jerarquía—, “mide” la solvencia, agencia, decisión y capacidad de influir en la realidad de aquellos con los que debemos interactuar.
Pero no es el único eje que define nuestras actitudes y acciones. Hay otro, no menos importante: la agradabilidad, la simpatía, la amigabilidad, digamos que la buena entraña. ¿Quién tengo al frente? ¿Tiene buenas intenciones, me quiere bien, tiene buena leche, es abierto, flexible, tolerante?
Tenemos, entonces, cuatro grandes categorías: los competentes cálidos, los competentes fríos, los incompetentes cálidos y los incompetentes fríos. Cada una genera actitudes, sentimientos y acciones diferentes. Hay muchas investigaciones que sitúan, no solamente cómo percibimos a las personas, sino también identidades grupales —adolescentes, inmigrantes de tal país o gente de una región—, instituciones —poderes públicos o empresas privadas—, profesiones —médicos, periodistas, etcétera— y, sí, también animales.
Los competentes cálidos generan admiración, búsqueda de acercamiento y pertenencia; mientras que los fríos, sentimientos encontrados: por un lado, los queremos tener de aliados para recibir su protección; por otro, nos mantenemos a distancia de ellos para evitar que nos dañen, sintiendo una cierta envidia por lo que tienen y logran. En el caso de los incompetentes cálidos, pueden despertar una cierta ternura, ganas de ayudar y proteger, pero también algo de desprecio paternalista; mientras que los fríos son ese otro que acecha y nos quiere quitar lo que tenemos, asusta, y queremos marginar, cuando no expulsar.
Hasta hace no mucho, el poder era lo que más emanaba y llegaba a la gente en general, vale decir, un rasgo público. Pero, hoy en día, los simpáticos o antipáticos que somos queda registrado en tiempo real: nuestros gestos, tonos de voz, lenguaje corporal y palabras llegan a las redes y se difunden mucho más allá de nuestros entornos inmediatos.
Lo anterior convierte un cuadrante, el de los poderosos antipáticos, en un lugar muy peligroso: mientras la fuerza está con una persona o una institución, todo va más o menos bien; pero, si se comete un error, no va a haber perdón. El público —que es lo que ahora todos somos— va a gozar la caída en desgracia y, activa o pasivamente, va a contribuir a ella.