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Ya son varios. Algunos se quedan en angustiosos amagos. Otros, también en medio de la angustia, se concretan. Los hay que se producen luego de finalizar la secundaria. Pero no pocos se anuncian hacia el tercer grado de ese nivel educativo. Los chicos —hasta ahora todos varones— quieren dedicarse, profesionalmente, a un juego en línea.
Los estudios, escolares o superiores, interfieren con una vocación que ha encontrado habilidad, motivación, compromiso, esfuerzo sostenido, competencia, y, cómo no, la posibilidad de ser famoso y también rico. ¿Tiene sentido asistir varios años más a unos entornos que enseñan de manera aburrida tantas materias cuya utilidad es poco evidente?
Han decidido que no. Ninguno califica como ludópata, ni bruto, ni indiferente a lo que ocurre a su alrededor. Son alumnos adecuados, curiosos, educados y, en líneas generales, considerados.
Pero han encontrado algo que los estimula. Es un juego en equipo, que se inserta en redes mundiales, regionales y locales, con todas las características de los deportes y artes competitivos, sostenidos por una impresionante infraestructura organizativa, reglamentos, público con distintos grados de compromiso, campeonatos, especialistas en detectar y promover talentos, premios, auspiciadores poderosos y un ranking que se reformula permanentemente. Y pueden abordarlo ya, mientras son adolescentes y ponerse a prueba con mucha seriedad, aprendiendo en el camino.
Claro, chocan con expectativas familiares y sociales. ¿Queman etapas, se internan en un mundo lleno de tentaciones y peligros, desperdician oportunidades que sus pares dedican a aprendizajes más serios? Pero lo más frecuente por parte de los padres es, de lejos, el sentimiento de estar perdiendo a sus hijos antes de tiempo.
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