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Colección del Bicentenario 200 años de la Economía en el Perú: La informalidad en el Perú: escape y riesgo

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Fecha Actualización
Está por todas partes. En casa, en la calle, en el trabajo, al buscar un servicio, en el transporte y hasta en el tipo de cambio. En el Perú, el complejo fenómeno de la informalidad es tan elevado que está entre las más altas del mundo y, hasta antes de la pandemia, producía el 19% del producto bruto interno (PBI). Así, tres de casi cada cuatro personas que componen la población económicamente activa (PEA) trabajaban como informales, es decir, el 72% del empleo en nuestro país, cifra que, con la crisis de la COVID-19, ha aumentado algunos puntos porcentuales.
Eso quiere decir que una gran mayoría de los casi 16.1 millones de peruanos que conforman la PEA se ven inmersos en una situación de baja productividad, ganan menos y no tienen acceso a la seguridad social ni aportan al sistema de pensiones para su vejez. Y no menos importante es que no pagan impuesto a la renta sobre sus ingresos, un tributo que paga la mayoría de los contribuyentes del sector formal a partir de los montos establecidos.
Hablar de informalidad en el Perú no es un tema de solo blanco y negro, pues muchísimos negocios se mueven en un área gris. Es decir, parcialmente formal y parcialmente informal. Por ejemplo, tienen RUC pero no venden con boleta, o emiten boleta hasta el límite donde se cambia de categoría tributaria o tienen una planilla en negro. A otros no les interesa formalidad alguna porque no ven mayores beneficios a cambio de los costos y trámites para ser formal.
“La informalidad en el Perú es producto de la combinación de malos servicios públicos y un marco normativo que agobia a las empresas formales. Esta combinación se vuelve particularmente peligrosa cuando, como en el caso peruano, la educación y desarrollo de capacidades es deficiente, cuando los métodos de producción son aún primarios, y cuando existen fuertes presiones demográficas”, refiere en un estudio el especialista del Banco Mundial Norman Loayza.
Sostiene que los beneficios de la formalidad al menos deberían ser el respaldo del sistema judicial para la resolución de conflictos y el cumplimiento de contratos, el acceso a instituciones financieras formales para obtener crédito y diversificar riesgos y la posibilidad de expandirse a otros mercados, tanto locales como internacionales. “En principio, la pertenencia al sector formal también elimina la posibilidad de tener que pagar sobornos y evita el pago de las multas y tarifas a las que suelen estar expuestas las empresas que operan en la informalidad”, agrega Loayza, quien advierte que los niveles de la informalidad en el Perú son alarmantes, lo cual se refleja en una asignación ineficiente de recursos (sobre todo de mano de obra) que afecta las perspectivas de crecimiento del país
La informalidad también va de la mano con un bajo nivel de bancarización, pues hasta 2018, solo el 41% de los adultos que tenían entre 18 y 70 años en zonas urbanas era cliente de una entidad del sistema financiero, ya fuera esta un banco, una caja o financiera, según una investigación de Ipsos. La carencia de cuentas bancarias en importantes sectores de la población fue un serio problema que se puso muy de manifiesto en la pandemia al complicar la entrega de los bonos de ayuda estatal.
Migrantes: una mejor vida
La colosal migración desde el interior a las ciudades de la costa fue uno de los factores que dio lugar a la informalidad. Este proceso comenzó en la década de 1940, impulsado por varios factores: la explosión demográfica, la pobreza rural, la escasez de tierras, las expectativas de una mejor calidad de vida, la apertura de vías de transporte que permitieron viajar con mayor facilidad y la mayor demanda de trabajadores en las ciudades. En los cincuenta esto se acentuó más debido al crecimiento de la industria y los servicios y fue inclusive más fuerte con la fallida reforma agraria del gobierno militar de Juan Velasco que arruinó el agro y por la aparición del terrorismo.
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El creciente flujo migratorio del campo a la ciudad desembocó en la creación de asentamientos humanos en las periferias y cerros de las ciudades, que luego se convirtieron en barriadas, que posteriormente fueron denominadas eufemísticamente pueblos jóvenes durante la dictadura de Velasco. Eran comunidades de personas que usualmente, aunque no siempre, habían llegado y erigido sus viviendas de forma ilegal, con una invasión organizada de terrenos espontánea o por traficantes, que en no pocos casos lograron ser reconocidas por los sucesivos gobiernos
Pasividad y populismo
Las invasiones fueron la solución para miles de peruanos que habían llegado desde provincias a Lima y otras ciudades de la costa sin tener los recursos económicos para poder acceder a una vivienda en el sistema formal o a un préstamo hipotecario en el sistema financiero. Así fueron apareciendo múltiples asentamientos humanos.
Un ejemplo de esto fue la creación del Distrito Obrero Industrial ’27 de octubre’ (Lima, mayo de 1950), durante el gobierno de Manuel Odría. Esto sucedió casi cinco años después de que comenzaran las invasiones en el área de Carabayllo que luego se convirtieron en el distrito de San Martín de Porres. Lo mismo sucedió con el cerro San Cosme, que hoy pertenece al distrito limeño de La Victoria.
Los gobernantes aprovechaban la popularidad que les daba mantener una buena relación con las barriadas, pues así obtenían respaldo político de esta parte de la población, pero tuvieron pocas iniciativas sostenidas para formalizar estas invasiones (registros de propiedad, zonificación, licencias, servicios, etc). Ante esto, la formación de asentamientos humanos se “normalizó” en la informalidad y así muchas perduran hasta hoy.
Tal como en Lima, esto también sucedió en otras ciudades, como Arequipa, donde, en menor escala, a partir de 1950 comenzaron a surgir asentamientos humanos alrededor de la ciudad. En 1957 había doce y en trece años llegaron a cincuenta, lo que continuó en aumento.
Algunos gobiernos establecieron políticas que intentaron frenar esta migración, pero sin mayor éxito. Fueron los casos de Velasco y de la primera administración de Alan García (1985-1990) que pretendieron generar empleo rural y en las ciudades del interior con el cooperativismo agrario o con créditos subsidiados, incentivos tributarios, entre otros, que no tuvieron los efectos esperados.
La población del Perú pasó de 14.2 millones de habitantes en 1972 a cerca de 22.5 millones en 1991. Sin embargo, según explica Alfredo Torres en su libro Opinión Pública 1921-2021, la población en zonas urbanas aumentó en siete millones, mientras que la que se ubicaba en zonas rurales solo creció en un millón (en la actualidad, la población peruana alcanza los 32.6 millones). Un problema que acompañó este crecimiento demográfico desigual fue la lenta expansión de la industria formal, y con ello, de los empleos que podía generar. Si bien en manufactura se pasó de emplear a 485 mil personas en 1972 a 789 mil en 1993, esto significó un lento crecimiento de 2.3% anual que no era suficiente para absorber toda la fuerza laboral que llegaba a las ciudades. Fue así como muchos se fueron dedicando a actividades informales urbanas en el sector servicios, que pasó de estar compuesto por 1.6 millones de personas en 1972 a tener 4.2 millones en 1993.
A esto se sumó la necesidad de un mayor acceso a la educación superior. El porcentaje de mayores de 15 años con educación superior pasó de 4.4% en 1972 a 20% en 1993. Sin embargo, gran parte de los servicios educativos que recibieron no tuvieron la misma calidad de antaño debido al explosivo incremento de la demanda en dicho periodo, que era atendida por colegios y universidades que comenzaron a aparecer con rapidez, pero con bajos estándares de calidad educativa.
El exceso de requisitos y sobrecostos desalienta la formalización. En el plano laboral, por ejemplo, hay un exceso regulatorio. Según Hernando de Soto en su libro El otro sendero, la informalidad es principalmente generada por la imposición excesiva de reglas por parte del Estado. Dichas disposiciones —al no corresponderse con las expectativas ni la capacidad de cumplimiento de los mismos ciudadanos, ni con la capacidad del Estado para imponer su cumplimiento— terminan desencadenando la informalidad. Ha quedado claro en tiempos de crisis severas —como la pandemia que obliga a otorgar subsidios y beneficios a familias vulnerables— que la informalidad ha ocasionado trabas y retrasos en la entrega de ayudas.
En ese contexto, Alfredo Torres explica que la informalidad en nuestro país tiene varios orígenes. Uno de ellos es que la ciudadanía que quiere trabajar, aumenta más rápido que la capacidad de las empresas para crear empleos formales. “Entonces, si no hay empleo, todo ese excedente de población se va hacia la informalidad. Esto se originó en los años 50 y 60, cuando se dieron las grandes migraciones internas y las personas llegaban de la sierra a la costa”, comenta.
Torres también subraya otro factor clave: el ingreso de la mujer a la fuerza laboral. En las décadas de los 30 y 40 muy pocas trabajaban, pero en los 80 y 90 ya eran una parte importante de dicha fuerza.
Las reformas laborales del gobierno militar de Velasco (1968-1975), más las crisis de los años 80 generaron una reducción en la actividad económica y en la capacidad de generar empleos, sobre todo en el primer gobierno de Alan García (1985-1990). “Ese excedente de mano de obra tuvo que apuntar otra vez hacia la informalidad”, recuerda Torres.
Venta ambulante
Según el INEI, en el año 2014 habían más de 300 mil ambulantes en Lima. Del total, casi el 75% eran mujeres; el 57% del total había finalizado la secundaria. En 2017, existían casi 7.2 millones de negocios informales (la mayoría unipersonales) en todo el país, de los cuales 18.9% eran vendedores ambulantes. Otro 25% se ubicaba en la vivienda de quien lo impulsaba y otro 20% era un negocio de un vehículo para transporte de personas o de mercaderías.
El historiador Jesús Cosamalón señala que para los ambulantes “el objetivo de su trabajo no es la acumulación sino la supervivencia. La mayoría de los informales está fuera del umbral formal no por exceso de trabas, sino por necesidad. La lógica del trabajo ambulatorio es la movilidad de las personas; aprovechan la calle como mercado. Si se formalizara y se agrupara a estos vendedores en un espacio delimitado, su actividad perdería sentido porque la gente no va a comprar ahí, sino que aprovecha la oportunidad. La oferta busca la demanda. Esto se debe al exceso de tráfico vehicular, sin alternativas más rápidas de transporte público y semáforos con largos tiempos de espera”.
De otro lado, están los mercados informales (‘paraditas’) que han sido por muchas décadas una válvula de escape para el desempleo. Pero el caso emblemático fue “La Parada”, en el distrito de La Victoria, en 1943. Se le llamó así porque era el último paradero de los camiones que abastecían al Mercado Central. Pasó a llamarse Mercado Mayorista N°1 en los 70.
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“El Mercado Central de Barrios Altos, construido por Ramón Castilla en el siglo XIX para una población de 100 mil habitantes (que luego fue reconstruido en 1905), quedó insuficiente para una Lima que ya sobrepasaba el medio millón de personas”, apunta el historiador Juan Luis Orrego. En los inicios de La Parada, los comerciantes que traían abastos aprovechaban para llevar ropa, utensilios y todo tipo de mercadería a otras ciudades en el interior del país.
“La Victoria se convirtió en uno de los reductos de la microempresa y se pobló de torneros, matriceros, carpinteros, ceramistas, vidrieros y un sinfín de actividades que permitió una acumulación de capital a pequeña escala”, nos explica Orrego. Uno de los rubros que explotó en esa época fue precisamente el textil.
Gamarra formal e informal
El emporio de Gamarra, en La Victoria, comenzó a gestarse entre finales del siglo XIX e inicios del XX. En los años 30 del siglo XX, como parte del plan por neutralizar la violencia política que marcó dicha década, se construyeron más de cuatro mil unidades de vivienda para los obreros que trabajaban en las importantes fábricas textiles que se habían abierto. Sin embargo, este ambicioso programa fue cancelado en 1939.
Para 1950 existían establecimientos formales de venta de telas en los alrededores del jirón Gamarra, pertenecientes a familias de origen árabe, como los de Emilio Farah Sedan, los Mufarech, Eduardo Salem y Raúl Abusabal.
Fue recién en 1972 que la zona comenzó a tener galerías en edificios, luego de que se autorizara esa posibilidad de crecimiento. De esta forma, Gamarra se convirtió en el epicentro comercial de la industria textil y de confecciones, donde conviven empresas y personas formales e informales. O, mejor dicho, si se evoca la definición que da De Soto, se observa a individuos que transitan y cruzan, a veces por días, a veces por horas, de un lado a otro, las fronteras y sombras de la informalidad.
La informalidad viaja en combi a todas partes
Nuestra conducta ha estado marcada en 200 años de historia republicana por el desacato a la autoridad, el pasar por encima de las normas.
La informalidad no es un problema reciente en el Perú. Ha estado presente desde la independencia, pero se acentuó a finales del siglo 20. Este problema no solo debe entenderse como los trabajos y actividades que burlan las instituciones o se desarrollan fuera de un marco formal, sino también las actitudes de los ciudadanos para pasar por encima de las normas.
Entendida la informalidad de esta manera, desde el virreinato (“la ley se acata, pero no se cumple”, se solía decir en aquellos tiempos) y en los 200 años de historia republicana del Perú ha habido siempre una actitud de desacato a la autoridad, ya que esta no ha tenido los recursos para imponer el imperio de la ley a toda la ciudadanía y el mismo ciudadano exige sus derechos, pero no cumple con su contrapartida: cumplir sus deberes. La actitud informal de los peruanos no se resuelve con menos ni más regulaciones, sino solo haciéndolas cumplir.
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Un ejemplo a la vista de todos está en el incumplimiento de las normas de tránsito. Miles manejan cometiendo infracciones y evaden las normas porque la inconducta no es sancionada o si lo es, no se hace efectiva. Y esto ocurre en todos los niveles socioeconómicos. Sin embargo, es en el transporte público y concretamente con las combis que esto llega a niveles inadmisibles. La informalidad está muy relacionada con la impunidad. Muchos de estos transportistas no pagan sus multas por infracciones. En 2020, las regiones con más faltas en transporte informal eran Lima, Junín, La Libertad y Puno.
Hasta inicios de los 90 existía un control estatal del precio de los pasajes. Para que una combi fuera rentable, habría tenido que transportar a una cantidad de personas similar a la de los buses. Luego se liberaron los precios y las rutas. Era presidente Alberto Fujimori y, con la reducción del aparato estatal por las privatizaciones, se cesó a muchos empleados públicos que, con indemnización en mano, vieron una oportunidad de negocio en el transporte.
El Gobierno también vio bien la gran ampliación de la oferta (los microbuses y buses no satisfacían la demanda) y el fin político del poderoso gremio unificado de microbuseros, cuyas paralizaciones determinaban el éxito de los paros nacionales. Propició entonces la libre importación de estos vehículos que empezaron a proliferar sin orden alguno. Combis y taxis colectivos fueron soluciones aceptadas, tanto para invertir capital como para usarlos, al carecer de una alternativa adecuada (metros subterráneos, monorrieles, rodoviarios o trenes).
La informalidad en el transporte también trajo el problema de la invasión de rutas. Según el Instituto Libertad y Democracia, muchas rutas, sino todas, habían tenido algún tipo de intervención por parte de informales que se organizaron al punto de negociar con las autoridades ante cada controversia.
El dólar de la calle
En la década de los 80, cuando la inflación crecía exponencialmente, los peruanos tuvimos que recurrir al dólar para que nuestros ingresos no pierdan valor. Era muy común que los empleados cambiaran su sueldo a dólares a fin de mes, ya que de lo contrario su sueldo se reducía hasta en 7% cada mes por la inflación. Uno de los puntos más frecuentados para estas transacciones fue el jirón Ocoña, en el Centro de Lima, donde aparecieron los primeros cambistas de la calle, un oficio que no se ve usualmente en otros países. Los cambistas, que conforme pasó el tiempo fueron proliferando e identificándose por usar vistosos chalecos que los identifican, ofrecían un tipo de cambio mejor al de los bancos y las mismas casas de cambio.
Este trabajo informal trajo consigo estafas y fraudes, pues muchos ciudadanos que acudían a los cambistas no podían saber si los dólares que recibían eran falsos o verdaderos y si las calculadoras donde sacaban el tipo de cambio de compra o venta estaban arregladas para mostrar otros resultados.
Otro lado oscuro es que se trató de una actividad también usada por el narcotráfico y otras actividades ilícitas para “lavar” dólares. Hoy en día, las municipalidades han tratado de empadronar a los cambistas para otorgarles cierta formalidad y dar confianza a los usuarios.
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