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Dióxido de cloro: bajo la alfombra
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Vivimos en el mundo donde la OMS viene y va sobre ivermectina e hidroxicloroquina contra el COVID-19. Ese, en el que se hizo mal diagnóstico, poquísimas autopsias, mal tratamiento y pésimas pruebas. Ese, en el que se retrasó el aviso de pandemia en un conciliábulo conveniente. Ese, el que otorga recursos a mansalva para ventiladores y UCI con 90% de mortalidad. Sí, en ese mundo se discute si el dióxido de cloro (ClO2) funciona contra el COVID-19.
Los detractores atacan al mensajero y espetan frases como: no está aprobado por la OMS ni la FDA, está prohibido aquí y allá y te puede causar esto, aquello o lo otro. ¿No aplicará aquí el evangelio: “No puede el buen árbol dar malos frutos”?
Para sus adeptos, el ClO2 no intoxica a los patógenos como suele hacerse con la medicación. Su molécula los quema, evitando la toxicidad. Son como los glóbulos rojos, liberan oxígeno en zonas más ácidas del cuerpo para mantener un PH óptimo y, por su diminuto tamaño, llegan a rincones más recónditos. ¿Cómo puede ser tóxico si sirve para desinfectar la sangre y acompañarla, íntimamente, en su almacenamiento? Es selectivo, reacciona en patógenos de PH más ácido que nuestro organismo y, de preferencia, con microorganismos que viven sin oxígeno. No ataca bacterias buenas porque ellas tienen un PH más alto en armonía con nuestro cuerpo. Y un estudio médico reciente de Guayaquil da fe de que curó a 104 personas en situación crítica de COVID-19, comprobando incrementos de oxígeno libre en sangre de hasta 50%.
Cumplí con exponer esta materia de su divulgador, el biofísico Andreas Kalcker. Toca a la comunidad ponerlo encima de la alfombra y sacarlo, en esta marea de lágrimas, a debate serio.
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